Ni modo, me gusta contar el tipo de historias que surgen de la realidad y darles en mi narración, en mi descripción de la historia, de los personajes y de los hechos puramente dichos, ese toque como de novela, y es que quién podría poner en duda que, las más de las veces o casi siempre, la realidad supera a la ficción.
Soy un seguidor irredento de la corriente surgida en la década de los sesenta identificada como ‘Nuevo Periodismo’, es decir, sin perder objetividad me gusta alejarme del periodismo tradicional entendido como el registro apegado de la “realidad objetiva”, y me inclino por contar historias en donde se mezcle la “realidad” y “ficción”, haciendo indefinidos los límites de ambos contextos.
Esta corriente, que más que eso es un estilo periodístico, o más bien, rectifico, es una forma de hacer periodismo literario, se atribuye a Tom Wolfe, secundado por Truman Capote. Ambos escritores –y periodistas- norteamericanos, inauguraron esa nueva forma de narrar hechos reales y ficción a través de dos de sus relatos más celebrados: Capote con ‘A sangre fría’, que es el ejemplo perfecto de un reportaje novelado que, al final de cuentas, resulta un manual práctico de cómo hacer reportaje periodístico con un tono de ficción.
Por su parte, ‘El nuevo periodismo’ de Tom Wolfe, es un compendio de ensayos a través de los cuales (Wolfe) da las pautas para hacer un periodismo con notas de ficción, es decir, de cómo se debe escribir un hecho puro salido de la realidad y describirlo como si se tratase de una novela. De hecho, Capote, en el terreno de la High Society y del Jet Set, gustaba de sumergirse en ese mundo ‘encantador’ para escribir sus magníficas crónicas de sociales de las cuales el propio Capote era un actor esencial, pero con ese tono ácido, a veces de burla, de sarcasmo, de hacer transparente la hipocresía burguesa muchas veces presente en ese mundo plástico.
Ambos libros se convirtieron en un éxito de librerías en los años en que fueron publicados y atrajeron cientos de miles de lectores que descubrieron en su lectura un estilo que para nada era desconocido para muchos. En los años sesenta y setenta me bebía –literariamente hablando- todo cuanto caía en mis manos acerca de la familia Kennedy, la parafernalia ‘maldita’ que la rodeaba y todo cuanto se decía sobre sus principales miembros: Joseph, el patriarca de la familia, Rose, la aristocrática matriarca; Joe hijo, desaparecido en una misión de guerra, John, el malogrado presidente, Bobby, el senador también sacrificado, Ted, el que pudo ser pero no quiso eclipsado por Chappaquiddick, más, ya sabe usted, Gloria Swanson, Jaqueline Bouvier Kennedy Onassis, Marilyn Monroe, el mismo magnate griego, y para no seguirle, hasta la catastrófica muerte en un accidente de avión de John Kennedy Bouvier, su esposa y cuñada cuando volaba a la residencia de veraneo de la familia en Martha´s Vineyard, en Long Island, NY.
Una vida la de la familia Kennedy, real, pura, pero que superaba con mucho a la ficción. O es que acaso no es una novela la forma en la que el patriarca de la familia, Joseph, hace su fortuna traficando a los Estados Unidos whisky irlandés, o de cómo impulsa la carrera política de sus hijos mayores, Joseph, John y Robert. Su vida misma plagada de escándalos y amoríos, chismes de alcoba, convenciones y convencionalismos morales que chocaban con la realidad de una vida amoral.
Juan Gabriel y los matrimonios entre iguales.- Me llama la atención cómo un país que en su mayoría amó e idolatró a un hombre como Juan Gabriel, algunos sectores sociales del mismo se manifiesten contra de los derechos que tiene una comunidad, la LGBT minoritaria si se quiere, pero al fin y al cabo una comunidad importante en nuestro país. Creo que no hay que mezclar la gimnasia con la magnesia, yo insisto en que una cosa es el matrimonio civil, al que debiéramos tener derecho todos los individuos, en cualquiera de sus formas, y el matrimonio religioso, que es optativo de acuerdo a las creencias personales –y legítimas- de cada quien, de acuerdo a la libertad de religión que consigna el artículo 24 de la Constitución General de la República.
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