*La vida es una tragedia a la que asistimos como espectadores un rato, y luego desempeñamos nuestro papel en ella. Camelot
A las 9:30 de la mañana, lo que queda de Paul Simón (del dueto Simón y Garfunkel), interpreta la mítica canción ‘Los sonidos del silencio’. Todos recordamos aquella mañana del 11 de septiembre. Yo aún dormía. Mi esposa me llamó desde España, donde era de tarde y me despertó con ese despertar que despertó al mundo, todo asombrado. Jorge Berry estaba al aire en Televisa. Da la nota 18 minutos después del primer ataque, la repiten.
CNN cubre en vivo toda la tragedia en Nueva York.
Al pie donde ahora, diez años después, plantan el Memorial y fijan los miles de nombres de todos los caídos, lo mismo en las Torres del WTC que en El Pentágono y aquel avión misterioso que se estrelló entre peleas de americanos y terroristas.
Como aquel día que balearon al presidente Kennedy, todos recordamos dónde estábamos esa mañana septembrina de 2001.
Estoy en la Zona Cero, cuyo nombre obedece a que la utilizó el diario The New York Times por primera vez, cuando la zona dañada de Japón, Hiroshima y Nagasaki recibieron las bombas que tiró Harry Truman. Dizque para detener la guerra. Zona Cero se le llamó. La revivieron en el WTC.
Barack Obama llega a esa ceremonia con un entorchado.
Como los indios Sioux en tiempo de guerra, lleva en una mano la cabeza de Osama Bin Laden, a quien los marines atraparon, liquidaron, asesinaron y tiraron sus desechos al mar, para que jamás hubiera un lugar fijo donde le adoraran. En aquella legendaria Operación Gerónimo.
Al Jazira lloraba. La cadena televisiva se ponía de luto. El tipo más odiado y más buscado por los marines, era ejecutado. El nombre de Al Qaeda se enlutaba.
ESAS HISTORIAS
Desde aquel 11-S ha corrido muchísima sangre en el mundo. Han escrito libros y libros y han salido hipótesis de conjuras y de culpas a Bush, de que sabía lo que iba a ocurrir.
Entra al aire Jorge Castañeda, sangre-gorda, fachoso, en saco, sin corbata. Era el secretario de Relaciones Exteriores de Vicente Fox, quien llegara tardísimo a visitarles, cuando ya lo habían hecho dignatarios de Europa, casi todos. Cuando llegó el vaquero con botas mexicano a ver al vaquero con botas texano a Nueva York, Bush le dijo: «Vaya, te tardaste, pensé que no venías». Martita lloraba. Hacía pucheros. Bush había estado hacía poco en el rancho de Fox. Esa afrenta no se la perdonó. Lo tildó de gente no seria y no aliada.
Repiten aquella escena cuando un agente del Servicio Secreto llega ante el presidente en una escuela, y al oído le dice que un avión se estrella en una Torre.
Bush pone cara de pasmado. Luego huirá como conejo espantado arriba del Air Force One, porque nadie sabía el tamaño del golpe del terrorismo.
Hablan los familiares de los muertos. Las televisoras en vivo comentan sucesos. Habrá conciertos por la esperanza y Paul Simón y su canción, Los sonidos del silencio, retumban. Sobre todo aquello donde dice: «En sueños caminaba yo entre la niebla y la ciudad / por calles frías desoladas / cuando una luz blanca y helada hirió mis ojos y también hirió la oscuridad / la vi brillar / la veo en el silencio / en la desnuda luz miré / vi mil personas tal vez más / gente que hablaba sin poder hablar / gente que oía sin poder oír / y un sonido que los envolvía sin piedad / lo puedo oír».
AQUEL ALCALDE AMADO
Aparece Rudolph Giuliani, aquel alcalde que brilló con luz propia, que a los minutos de los atentados estaba en la acción con tapabocas, solidario con los neoyorkinos.
Obama y su esposa Michelle hacen guardia con Bush y señora. En el espejo de agua del nuevo Memorial. Se ve a Bill Clinton. Unidos. Obama va a Pennsylvania, donde cayó el otro avión. Visita El Pentágono, los tres sitios de la muerte. Un día antes al Cementerio de Arlington, a rendir homenaje a los soldados caídos en Afganistán e Irak.
Al paso, espía la tumba de los Kennedy.
Sale a cuadro un bombero. Los grandes héroes de aquel día. Los grandes admirados. Cuando visité Nueva York, meses después, encontré en sus cuarteles de bomberos fotografías de compañeros que murieron. Un altar como los que los mexicanos ponemos, con velas y fotografías de rostros. Un ritual de reconocimiento.
Ondean las banderas a media asta. Escribo estas líneas el domingo del 11.
Aquello fue una tormenta de desolación y muerte. Oigo a Etta James con ‘Tiempo Tormentoso’ (Stormy Weather), otra tormenta, la que señala: «Y quiero que esas estrellas allá arriba brillen esta noche».
Ese otro septiembre neoyorkino, la de esa ciudad que jamás volvió a ser la misma. La que se encuentra a 3,357 kilómetros de la Ciudad de México, muy querida y visitada por mexicanos.
La cosmopolita, donde se pueden oír ciento y pico de lenguas extranjeras en cada calle.
La impactada con aquella escena cuando los neoyorkinos, aterrados, cruzaban el Puente de Brooklyn en carrera para evitar la muerte. Ese puente que se construyó en 13 años. La del Empire State y sus teatros de Broadway. La que rivaliza con París en hermosura y cosmopolita. Esa ciudad que ese día de aquel septiembre, mordió el polvo de un ataque traidor y terrorista. La que se pensaba que jamás se levantaría de sus escombros y hoy allí están, homenajeando a los caídos. Cantando canciones. Rezando en sus templos.
Aquello les lastimó duramente. Muchos de ellos perdieron sus trabajos. Quedaban sin empleos. Empresas desaparecieron junto a las miles de toneladas de acero que caían en el bajo Manhattan. Algún día habrían de pagar esa afrenta.
No fueron mucho por la respuesta, Bush les atacó sin piedad, y Obama les trajo la cabeza del terrorista Osama Bin Laden, un tipo malo.
Oh, qué ingrato recuerdo de ese septiembre negro.
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