Los Estados Unidos de América, como oficialmente se llama ese país, a muchos mexicanos les generan las más disímbolas y encontradas emociones. Unos no olvidan –no olvidamos- los agravios cometidos por el vecino del norte a nuestro país en los siglos XIX y XX, principalmente el de este último por las heridas que nos dejó a los veracruzanos el asalto armado –la defensa heroica- del puerto de Veracruz por parte de la marina de guerra norteamericana. Son cosas que no tan fácilmente se olvidan y más vale que nunca las olvidemos.
Confieso que buena parte de mi juventud viví con ese estigma grabado en la mente. Probablemente este sentimiento que sin duda era como una especie de resentimiento –rencor- perduró hasta después de mi etapa profesional. Escuchaba hablar de los Estados Unidos e inmediatamente asociaba el nombre con la palabra imperio, con algo perverso, pernicioso; con invasión, robo, hurto, despojo y no sé qué más cosas malas. Para acabarla de amolar, en la universidad estudié en materias de fondo económico, las teorías de la dependencia económica impulsadas en los años setenta por el argentino Raúl Prebish y que, en resumidas cuentas atribuían el estancamiento económico de Latinoamérica al rol de subordinación de nuestros países como proveedor de materias primas a los países centrales (desarrollados).
Pasaba por una etapa de plena abstracción intelectual, lo que es imprescindible para el método de las ciencias sociales. Por aquellos años, principios de los ochenta, recuerdo que leí también –obligado en muchachos de mi edad- ‘Para leer al pato Donald’, un libro necesariamente recomendado para ‘descolonizar’ la mente del pensamiento revolucionario latinoamericano, escrito al alimón por Ariel Dorfman y Armand Mattelart, cosa que en mi caso era una lectura tardía puesto que a lo largo de mi corta vida hasta esos años, ya que ya me había chutado unos cientos de cuentos de historietas de Walt Disney, sin contar a los Memín pingüin y Lágrimas y risas de la insigne doña Yolanda Vargas Dulché, muchísimos Kalimanes, otros tantos Capulina y no menos de Fantomas –y todavía me faltan-. Afortunadamente no se me enmarañó la mente con la lectura de Dorfman-Mattelart.
Pero la historia es la historia y no la podemos cambiar, así ha sido siempre. Como será siempre que tengamos de vecinos a los USA y compartamos una frontera común de más 3 mil kilómetros de longitud (3,141 para ser exactos) con el que es aun el país más poderoso de la Tierra desde el punto de vista tecnológico, militar y que es, además, una de las principales economías del planeta con más 300 millones de potenciales consumidores. Hoy en los albores del siglo XXI no les podemos exigir una compensación por lo que nos robaron en 1847, pero sí, en esta etapa de la post-historia sí le podemos sacar provecho a la vecindad y debemos tratar de cuidar la relación que mantenemos con nuestros vecinos del norte, incluido ese inmenso país que es Canadá. El TLCAN es, como ya lo hemos dicho en otras ocasiones, uno de los pocos pistones que le funcionan al motor de la economía de México.
Por eso era importante estar atentos al debate del 26 de septiembre pasado entre los candidatos a la presidencia de los Estados Unidos, por el partido demócrata Hillary Clinton y por el republicano Donald Trump. De él ya se han dicho muchas cosas que no vienen al caso que repita aquí, pero los Estados Unidos –ni el mundo- se merecen la irrupción de un personaje insensato y poco ilustrado como este mamarracho sinsentido, y bueno, de México ya ni hablar, somos para este tipo como la misma reencarnación del diablo y nos ha amenazado de todo lo posible e imposible, entre lo primero y con lo cual evidentemente nos pondría en cuenta de tres y dos está la cancelación del tratado de libre comercio, al cual ha llamado ‘defectuoso’ y perjudicial para su país, y al que le atribuye además la falta de empleo para los norteamericanos y su empobrecimiento económico, cosa que no es cierto evidentemente.
Seguí con mucha atención el debate del lunes y la Clinton materialmente apabulló a Trump. Se confirmó la confianza que tengo de que Hillary va a vencer en noviembre con amplia suficiencia a su rival republicano. Es mucha la asimetría intelectual y experticia entre ambos. Ella es lo que podríamos llamar –nunca mejor dicho- una mujer de Estado, con una amplia experiencia dentro de la administración pública y del Poder Legislativo de su país, enérgica –webuda-, talentosa, abogada en el más amplio sentido de la palabra, de esas que llaman de a de veras, y él, él es un pobre y peripatético personaje farandulesco, rico sí, pero un pobre rico muy rico que de tan pobre lo único que tiene es dinero.
Yo apuesto todas mis cartas a favor de Hillary, no creo que se vaya a imponer la rusticidad e incultura del 25% de la población norteamericana a la que se considera poco ilustrada. Sería una derrota catastrófica y decepcionante de la inteligencia ante la insensatez y la charlatanería más desbordada que personifica el payaso de Trump. Confío en la inteligencia de los estadounidenses y para cerrar yo me quedaría con aquello que dice una persona muy cercana a mis afectos cuando resalta la excelencia de que son capaces los norteamericanos: “No son pendejos ni aunque quieran serlo”, lo que dicho de otra manera más amable significa ‘borracho no come lumbre’.
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