Fue el menor de los tres hermanos Bargés Barba que se exiliaron en México después de la guerra civil española, y al margen de esa inteligencia suya tan sobresaliente, a mi profesor de sexto año de primaria José Bargés Barba lo recordaré con esa imagen de un hombre bueno, afable, de trato cordial, sonrisa juguetona, blanca dentadura, rostro alargado y nariz afilada, vestido siempre impecablemente, corbata al cuello, cabello cano y por su espigada figura.
Pepe, como lo evocamos con cariño todos quienes fuimos sus alumnos, nació un 12 de noviembre de 1907 en la ciudad de Gerona, en la comunidad autónoma de Cataluña. Como Luisa y Antonio, estudió en la Escuela Normal de Gerona y ya como profesor de primaria, siendo muy joven aún, se trasladó a trabajar a Calafell, un pequeño pueblo de pescadores situado en la provincia de Tarragona, en la costa del Mediterráneo, a escasos 62 kilómetros al suroeste de Barcelona, en donde se integró al servicio magisterial en una escuela pública de la localidad. Años más tarde vino la guerra y después el exilio, a México llegó junto con sus hermanos en 1939, a bordo del buque Sinaia, y en el 40 fundan el Grupo Escolar Cervantes en Córdoba.
De él guardo muchas cosas buenas en mi memoria que aún están latentes, porque si de la mano de Luisita en primer año aprendí las letras del alfabeto, a eslabonar sílabas, construir palabras, frases y oraciones, en cuarto año con Antonio reviví los mejores pasajes de la historia de México, pero con José en sexto año se me abrieron los ojos al mundo, un mundo desconocido hasta ese entonces, lleno de tierras ignotas, continentes, océanos y ríos, así como los más sorprendentes lugares.
Por José conocí de la historia del mundo, supe muchas cosas de Europa, el ‘viejo continente’, de África, de las rutas marítimas de los antiguos fenicios y de los viajes Juan Sebastián Elcano, Fernando de Magallanes, Vasco De Gama y Diego Núñez de Balboa, el descubridor del océano Pacífico. Supe también que alguna vez, según la mitología griega, Hércules posó sus pies en ambos extremos del estrecho de Gibraltar mirando hacia occidente al tiempo que pronunciaba la frase ‘Non Plus Ultra’ (No hay tierra más allá), con lo que fijaba los límites geográficos que simbolizaban el fin del mundo conocido en la antigüedad. Después el rey Carlos I agregaría dicho lema junto con las columnas de Hércules al escudo real de España.
Por José oí hablar por primera vez de la guerra de Troya, de Ulises y de Penélope y de cómo esta tejió y destejió de día y noche durante 20 años una manta para su suegro el rey, con lo que evitó casarse con algún guerrero enemigo pretendiente al reino de Ítaca ante la ausencia del marido, hasta que éste, Ulises, regresó para reclamar a su mujer y defender al reino, matando a sus enemigos pretendientes de su esposa casta. Cómo olvidar ese delicioso pasaje de la Odisea, que en la narración del maestro José sonaba como si nos estuviera platicando una película.
Todo tenía un trasfondo o un mensaje oculto en sus enseñanzas que sabía Pepe que le tendrían que servir alguna vez a sus alumnos para enfrentar la vida futura. Así recuerdo por ejemplo la narración del vuelo imposible de Ícaro, al que su padre Dédalo construyó una alas con plumas y cera, y de cómo le enseñó a volar a su imprudente hijo al que le había advertido en vano que no tenía que tratar de volar muy alto porque el calor del sol derretiría las alas, con lo que caería y moriría irremediablemente. O el pasaje bíblico de la mujer de Lot, a la que había advertido su marido de que al abandonar Sodoma y Gomorra, nunca y por ninguna razón debía voltear la vista atrás porque corría el riesgo de convertirse en una estatua de sal.
De ese tamaño era Pepe, que hasta cuando regañaba a sus alumnos por alguna travesura por alguna ‘falta grave’ cometida en el salón de clase, lo hacía haciendo gala de su sabiduría: “¡… el que escupe al cielo, la saliva le cae a la cara!”.
Cada año, en algún momento de la clase no podía faltar que se apareciera de repente un ex alumno que ya se encontraba en otra etapa estudiantil superior y al verlo Pepe asomarse a la ventana lo saludaba con la alegría reflejada en el rostro al tiempo que decía: “¡Ahí está fulano, fue uno de los mejores alumnos de esta escuela, conózcanlo para que les sirva de ejemplo, hoy es un alumno aventajado de…!”, y esa historia se repetía año con año hasta que le tocó el turno a quien esto escribe, por supuesto años después de que había salido de la primaria y al verme el maestro José no dudó en llamar la atención de los alumnos para decirles: “¡Ahí está González Gama, uno de los mejores estudiantes que han pasado por esta escuela!”, lo que no era necesariamente cierto, pero era un ritual que el maestro José cumplía cabalmente cada año sin importar que quien se asomara a la ventana hubiera sido el mejor alumno.
Nunca fui un estudiante sobresaliente, más bien fui de los de media tabla, pero todo lo que me enseñó José lo guardo entre lo más valioso que he aprendido a lo largo de mi vida. La deuda de gratitud que tengo con él, ni mil palabras serían suficientes para decirle si viviera lo agradecido que estoy con él por lo que hizo por mi formación como ser humano, en esa primera etapa crucial de la vida de los seres humanos, a la expansión de mis horizontes culturales y a la permanente necesidad que tengo aun hoy, de seguir aprendiendo cosas nuevas todos los días.
Con gratitud a mi querido maestro José Bargés Barba.
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