*Buscando las palabras se encuentran las ideas. Camelot
Ahora que la señora Hillary Clinton sufrió un vértigo, un desmayo y no se sospechaba fuera de embarazo, porque Bill ya ni fu ni fa, alertó al mundo su desvanecimiento. En el cuartel del ‘pelos de elote’, Donald Trump, vitorearon eso. Tengo a la mano y a la vista un libro viejo. ‘En el poder y en la enfermedad’, de David Owen, las enfermedades de los jefes de Estado y de Gobierno en los últimos cien años.
El autor del libro, que es doctor, David Owens, editó uno de 500 páginas donde da cuenta de las enfermedades de los poderosos. La de Kennedy, sin duda, fue la más escondida y la más publicitada, mucho después de su muerte, la historia clínica más compleja de La Casa Blanca, enfermedad de Addison e hipotiroidismo. El presidente padecía un mal de la columna vertebral y vivía siempre empastillado, dentro de los hospitales, el dolor formó parte de su vida y quizá por eso, porque pensaría de su corta vida, se empiernaba con la Marilyn y con quién se le atravesara. En la cinta Parkland, del gran Tom Hanks, cuando en el quirófano los médicos de guardia del hospital de Dallas desnudaban al presidente moribundo, uno le vio un chaleco y preguntó para qué era, el doctor de cabecera de JFK le explicó de esa enfermedad, y procedieron a quitárselo, aunque el mal estaba en su cabeza, donde los disparos de tres tiradores dieron en el blanco, el pobre Oswald fue un chivo expiatorio en aquella funesta emboscada del 22 de noviembre. Analiza una a una las enfermedades de Roosevelt, Mitterrand, Johnson, el Sha de Persia, los dos vaqueros Bush, De Gaulle, Margaret Thatcher, Brezhnev, Kruschev, Churchill, a quien le gustaba el pomo y el puro y siempre se le vio así históricamente. Nunca negó su alcoholismo. Hay anécdotas históricas. Esta la recuerdo porque algún día la leí, cuando me puse a estudiar la historia de la Guerra de Secesión. Sucede que el presidente Abraham Lincoln perdía batalla tras batalla en contra de los Confederados. No daba una el pobre y relevaba general tras general. Un día encontró al bueno, Ulysses Grant, un militar que llegaba tumbando caña. Grant comenzó a ganar batallas pequeñas. Sus subordinados, otros generales envidiosos, iban de quejosos con el presidente Lincoln a decirle que chupaba mucho, ‘PomoGrant’, le decían entre la tropa, y que agarraba por sus cuenta las parrandas, como la Paloma Negra. El presidente, con esa vista de lince y sus barbas impecables, les respondió: ‘Ojalá y tuviera dos Grant, aunque tomaran, la guerra habría terminado hace tiempo’. Grant venció a Robert E. Lee y después se convirtió en presidente de Estados Unidos, y nunca dejó el pomo. En el poder muchos de ellos tuvieron enfermedades. Algunos tuvieron otra enfermedad más potente: la embriaguez del poder, que contra esa no hay cura. Bueno, si hay cura, cuando se van y solo voltean a ver con nostalgia la poderosa silla presidencial que los abandona. El libro relata la polio de Franklin Rossevelt y los descuidos médicos de sus doctores navales, que lo llevaron rápido a la muerte. De Stalin no sé qué enfermedad traería, porque aún no llego a esa página, pero ese estaba mal del coco, era más sanguinario que Hitler. Malo de los malos.
POR SUS FRASES LOS CONOCERÉIS
Todo mundo en la vida tiene frases. Unas pasan desapercibidas, otras quedan grabadas en la historia. Las hay muy picudas, las más, irrelevantes. Comienzo el texto porque hace nada, leyendo una entrevista al Papa Jorge Mario Bergoglio, el primer Papa Latinoamericano, entre otras cosas rememoró cuando fue ascendido como Cardenal por Juan Pablo II, al que quería todo el mundo. Era un ascenso y comentó de ello: “Un ascenso en la vida de un hombre debe ser entendido como un descenso, como un despojo para humillarse y servir mejor”. Suele repetir el Papa Francesco una conseja que le dio su padre, en esto de los ascensos. Genial. Clara. Verídica: Su padre le aconsejó: “Cuando llegues arriba saluda a todos, porque cuando estés bajando serán los mismos con los que te vas a encontrar”. Groucho Marx, el más famoso de los hermanos Marx, era tremendo para las frases. En su tumba, dice la leyenda urbana que existe y otros dicen que no, quiso que se grabara una frase como epitafio: “Disculpen que no me levante”. Ese título ha servido para nombrar la columna de la escritora española, Rosa Montero. Según establece su biógrafo Stefan Kanfer, Groucho está enterrado en el cementerio de Edén Memorial Park, en el Valle de San Fernando -no ocupa una tumba sino un nicho- y en él hay una placa de bronce con las palabras «Groucho Marx 1890-1977″ y una estrella de David. Nada más. Hay libros de frases y miles y de ellas divagan por el mundo de la escritura. Marilyn Monroe expresó: “Hollywood es un lugar donde te pagan 1.000 dólares por un beso y 50 centavos por tu alma. Lo sé porque rechacé la primera oferta bastante a menudo y cobré siempre los 50 centavos”. Calvin Coolidge, el presidente americano que cuando visitó una granja, su mujer preguntó al granjero que cuántas veces efectuaba un gallo el acto sexual. «Docenas de veces», contestó. La mujer le dijo: «Hágame el favor de decírselo a mi marido». El presidente, informado, preguntó al granjero: «¿Siempre con la misma gallina?» «Oh, no señor», contestó el guía, «con una diferente cada vez». Entonces el presidente dijo: «Informe de eso a la señora». Al pie de la Alhambra, en el sur de España, en esos sitios donde el arte se sublima, Francisco Alarcón de Icaza, al ver a un pordiosero ciego, dijo: “Dale limosna, mujer, que no hay en la vida nada como la pena de ser ciego en Granada”. Aquellos hablantines y muy bocas flojas, debían seguir la conseja del periodista Raúl del Pozo: “«Ten cuidado con lo que hablas; palabra que digas dejará de ser tuya. La Biblia enseña que la lengua es la ruina del hombre». El Premio Nobel, José Saramago, escribió: “Todo el mundo me dice que tengo que hacer ejercicio. Que es bueno para mi salud. Pero nunca he escuchado a nadie que le diga a un deportista; tienes que leer”. Hay una genial de otro Nobel, Camilo José Cela. Sucede que el buen Camilo estaba tirando la fiaca cuando era legislador. Cabeceaba y el presidente de la Cámara le reprochó: «¿Está usted dormido?». A lo que el Nobel le respondió: « No estoy dormido, estoy durmiendo». El otro replicó: «¿Es lo mismo, ¿no?». «No, Señor, son cosas distintas. No es lo mismo estar dormido que estar durmiendo, de la misma manera que no es lo mismo estar jodido que estar jodiendo».
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