El 25 de junio de 2009 Mario todavía estaba en la cárcel. Ya no lo visitaba tan frecuente como antes. Pero el domingo 30 de abril estaba haciendo fila para la visita familiar en el Cereso de Pacho Viejo. Michael Jackson había muerto y yo tenía que estar cerca de Mario para consolarlo. Supuse que estaría derrumbado; su ídolo había muerto cuando estaba preparando su inminente regreso.
Esa mañana recibió la noticia con indiferencia, como si no le importara la muerte de su ídolo. Esa mañana, en el patio del Cereso, mientras veíamos a los presos jugar futbol, caminando en círculos alrededor de la cancha, algunos vagando solos, otros paseando con sus familias, en esa mañana comprendí que Mario ya no regresaría. Al igual que Michael Jackson, el chico de diecisiete años que había conocido también estaba muerto.
Si lo volví a visitar ya no lo recuerdo. Sólo sé que esa tarde dejé en el patio, a la hora de la despedida, a un joven de veinte años que se había transmutado en un ser sin sentimientos ni memoria. Luego supe que había salido de la cárcel, después ya no supe nada de él.
En 2011 todo el país estaba transformado. Particularmente Veracruz era un estado en plena colombianización. Nos habíamos acostumbrado a las balaceras, a los levantones, a la extorsión. Los que salían a tomar una copa a los bares de la ciudad preferían hacerlo en casa. Las noticas por las redes sociales cundían.
Sorprendía la crudeza de las imágenes de un secuestro en las calles que regularmente transitábamos; causaba indignación el video de un grupo de agentes de tránsito a los que sólo les daban la alternativa de servir de halcones o atenerse a las consecuencias si se negaban. Luego vino la psicosis y el famoso caso de los tuiteros. El mundo que conocíamos, tan cotidiano, casero, vecinal estaba consumiéndose en un caldero de violencia.
El día 21 de septiembre el rostro de Veracruz cambió por completo. Por estar muy ocupado me enteré de todo lo acontecido días después. Un contacto del Facebook había subido el texto de un periodista que en un ejercicio de écfrasis describía literariamente la escena de los treinta y cinco muertos arrojados frente a una plaza comercial en medio del boulevard.
«Ahí están las fotos. Cadáveres con sus cuerpos desnudos, las nalgas al aire, las palmas de las manos expuestas. Por el tamaño de los cuerpos se puede advertir que algunos de ellos fueron adolescentes: su piel morena, sus pies pequeños, sus tragedias enormes. Las mujeres están boca abajo, como si la muerte hipócrita se llenara de pudor y no las dejara mostrar su sexo; avergonzadas pegan el rostro al pavimento para que no las descubran sin maquillaje.
»Ahí están, atados de pies y manos, con el dolor detenido en sus caras, con ese grito de espanto que continúa silencioso aún después de la muerte. Ahí están lacerados, mostrando la estocada en la garganta que les quitó la vida, algunos todavía suplican pero el golpe en el piso debió sacar todo el aire de sus pulmones y por eso no escuchamos su lamento».
Si el texto de este periodista es crudo, las imágenes son más. Cuando pude por fin verlas, una terrible zozobra me alcanzó. Entre todos los cuerpos regados en ese boulevard se me hizo reconocer el cuerpo desnudo, espigado, alguna vez blanco, de ese chico de diecisiete años que para ese entonces debería tener veintidós. Fue como una terrible epifanía, una infausta revelación. Busqué más imágenes. Las observé desde diversos ángulos tratando que alguna de ellas me diera el rostro de ese cuerpo de pies y brazos atados que parecían ser los de Mario. Pero no.
Por esos días una pesadilla perniciosa ocupó el lugar de mis sueños. En ella veía a la muerte retirándose, la muy puta llevaba las manos ensangrentadas, la boca llena de esa lascivia hedionda, pues en los últimos días había devorado muchas almas. Cuando se retiraba corrí hasta alcanzarla y no me quise quedar con las ganas de preguntarle: «¿Quién te dio permiso para tanta matanza?»
Ella se volvió a mirarme, esbozó una sonrisa, no movió los labios porque no tiene, pero comprendí que algo me quería decir. Me armé de valor y me acerqué a escucharla. Me susurró algo al oído, era una palabra… Pero me ordenó que no la dijera para que nada me pasara.
En las semanas siguientes esperé que se dieran los nombres de los asesinados, pero sólo trascendieron unos cuantos que al final resultaron falsos. La zozobra me persiguió por varias semanas más. A veces por las tardes no hacía otra cosa que mirar esas fotos para ver si en un descuido, en un abrir y cerrar de ojos se asomaba el rostro de ese cuerpo que me había sobresaltado. Pero no, las imágenes continuaron inmutables.
Después de varios meses, sin noticias de Mario, sin noticias de los nombres de esos cuerpos arrojados, decidí ya no mirar las fotos.
He preferido, por salud mental creer que Mario se encuentra bien en algún lugar del norte de Veracruz. También he preferido recordar al muchacho de diecisiete años que bailaba la música de Michael Jackson. Así lo prefiere mi memoria y cada vez que por casualidad escucho “Billie Jean”, la melodía que Mario bailaba con tanto ahínco, siento como si alguien estuviera tocándome la espalda. Pero no me doy vuelta porque pueden ser los recuerdos que me arrastran a la nostalgia y eso no quiero; pero también puede ser la muerte, esa puta lujuriosa que regresa, insaciable, para seguir devorando almas.

(*Del libro Todos estamos muertos que se presentará el día 28 de octubre en Xalapa. Los presentadores serán Silvia Tomasa Rivera, Maryjose Gamboa y German Ceballos)

Armando Ortiz aortiz52@nullhotmail.com