Y todos decían haberle conocido cuando después de muerto su obra comenzó a ser valorada. Le brotaron amigos y parientes por todos lados y de todos los estratos sociales. Su obra inédita que entonces nadie tomara en cuenta, hoy es una de las más leídas y estudiadas. Surgieron ensayistas dedicados a indagar en su obra ese contexto filosófico que dicen contiene; trataron de investigar una existencia que todos aseguraban conocer, pero nadie se atrevía a dar pormenores. Títulos como Las cien noches de Prometeo o El celo de las anémonas se vendían en grandes cantidades. Sus cuentos fantásticos y apócrifos eran el tema de conferencias y simposios.
En una entrevista Carlos Ph., cigarro en mano, con aires de gran divo, afirmaba que algunos sábados en el Café Bari discutía con el autor ciertas técnicas y recursos literarios; al final el divo terminaba hablando de su propia obra. Octavio P. reconoció haber tenido poco trato con él. «Si su nombre no nos dice nada de un escritor pródigo —decía—, su conversación fuerte y bien sostenida clama la inspiración prolija de un autor poco convencional». Octavio P. también dijo saber muy poco de su pasado y tarde se enteró de su muerte por no encontrarse en el país.
Ni Carlos Ph. ni Octavio P. pudieron dar una pista pretérita acerca del autor de El temor salió del sueño. Fue J. Emilio P. el que se refirió a él como un escritor de fuertes impulsos psicológicos. Habló de una posible infancia precoz y de un supuesto complejo edípico; de una sexualidad resentida, quizá reprimida. Sin embargo, cuando le preguntaron dónde lo había conocido, se turbó y contestó poco convincente: «En una conferencia en el puerto de Veracruz».
Mentiras, puras mentiras de personas que le negaron acceso a una élite literaria, tal vez ante el riesgo de verse opacados por una escritura superior. Ni Carlos Ph. ni Octavio P. ni J. Emilio P. dicen la verdad; incluso el supuesto romance que se atribuye Elena P. es falso; todo es mentira.
Realmente el único que lo conoció bien fui yo, que lo veía llegar todas las tardes con un manojo de papeles manchados de tinta y con el ánimo decaído en el iris de los ojos. Lo escuché varias veces maldecir los nombres de los que ahora se disputan su amistad, de las editoriales que se pelean los derechos de sus trabajos.
En el balcón de su cuarto, como única compañera, la depresión hacía estragos en su persona. En las noches de octubre, antes de cerrar mi farmacia, dirigía la vista hacia su ventana y lo observaba sentado, fumando y suplicándose a sí mismo dejar de escribir; pero al parecer nunca lo logró, pues hasta el último día de su vida escribió y dejó textos como para hacer ricos a todos los editores que hoy día se disputan algunos de sus cuentos.
La tarde antes de su muerte vino a la farmacia y me dijo que pensaba quitarse la vida; como no era la primera ocasión que lo mencionaba lo tomé a broma. También dijo que tenía ganas de dormir y compró unos gramos de veronal, cinco, como era su costumbre. Los guardó en el bolsillo de su cazadora y se retiró. Lo vi alejarse, no a su cuarto, sino rumbo a Puente Alto; fue en ese instante que tuve un mal presentimiento. Esa noche no pude dormir tranquilo. Al día siguiente, en las páginas policiacas de los periódicos leí sobre su muerte. Lo encontraron ahorcado, colgado de la rama de un encino; el veronal no estaba entre las cosas que de sus bolsillos recuperaron y en la autopsia no se habló de éste. No hubo fotografías y nadie reclamó su cuerpo; a los dos meses fue a dar a la fosa común.
Un año después Miguel García Paniagua, cronista de la ciudad, lo recordó al hablar del encino de Puente Alto, al que grotescamente llamó «el encino del ahorcado». Un fragmento de Las cien noches de Prometeo se citó en su discurso; esas palabras se inscribieron en una placa de cemento que hoy es de bronce. La inscripción dice lo siguiente: «Pero siempre llega la muerte para desengañarnos, que nos despierta del sueño de la inmortalidad, para dormirnos en otro donde la noche es perpetua».
Yo sigo pensando en el veronal. Si quería suicidarse de esa manera, ¿para qué el veronal?
Su cuerpo no fue identificado por nadie, la policía supuso el nombre por los documentos del abrigo que llevaba. Pero esa tarde que fue a la farmacia había surada y juro que no llevaba abrigo, si acaso una sencilla cazadora.
Recuerdo que al día siguiente de su muerte, ya cerrando la farmacia y habituado a mirar hacia el balcón de su cuarto, vi una sombra deslizarse por los cristales de su ventana; escuché una música suave, blues, la que él acostumbraba escuchar. También me llegó el olor de su cigarrillo de mariguana; inconfundible olor que inflama mis arterias.
Desde ese día me asalta la idea de que el autor sigue vivo, penando en algún lugar la muerte ficticia que se autoimpuso. He creído ver su rostro en los mendigos que pasan solicitándome unas monedas, y por eso no se las he negado. He creído verlo en el balcón de su cuarto, en la luz que misteriosamente se enciende y apaga, en las noches, cuando octubre se cuaja de imágenes o cuando la droga me hace ver alucinaciones.
Postdata 1: Se presenta el libro Todos estamos muertos de Armando Ortiz el viernes 28 de octubre
“La muerte del autor” es un cuento del volumen que se presentará el día viernes 28 de octubre a las 18:00 horas en el auditorio del Colegio de Notarios. Los presentadores serán Silvia Tomasa Rivera, Maryjose Gamboa y German Ceballos. El libro está editado por la Universidad Popular Autónoma de Veracruz. “La muerte del autor es uno de los primeros cuentos que escribí hace más de 20 años en la inocencia de mi asombro. Dedicado a mí, sin decirlo, plantea la idea de que la trascendencia en vida por parte de cualquier escritor es esforzarse tras viento, pura vanidad. La trascendencia sólo llega cuando estamos ausentes.
Armando Ortiz aortiz52@nullhotmail.com