No tenía talento, pero era muy buena moza. Tenía buen cuerpo, y eso es otra cosa… en la que ella ni siquiera había reparado. No al menos como un medio para obtener una gratificación, sino como un hecho obvio que de tan presente, se había vuelto invisible.
Había estudiado Contabilidad porque el mundo de los números representaba para ella el paraíso del orden. Unos ordenan libros de acuerdo con su tamaño, otros etiquetan frascos en la cocina o guardan la ropa según el color; ella prefería la paz mental de dejar las cuentas claras.
Pero un día, habiendo terminado la carrera, se dio de bruces con el mundo: no la contrataban. El estado atravesaba tal crisis que cuando alguien se encontraba un peso en la calle no se apresuraba a recogerlo, sino que con furia lo pisaba. Los billetes se contaban y recontaban, y cuando había que intercambiarlos por un bien o servicio, uno que otro dejaba escapar una lagrimita. Los empleos exigían largas horas, pero retribuían con poco salario. Los entrevistadores le hacían preguntas de rutina, mientras la miraban de arriba abajo con la ceja alzada. Otros, más bien, querían continuar la conversación en algún café, fuera de horario de oficina. Ellos no alzaban la ceja, pero sonreían desagradablemente.
Al final, llegó a la productora local. Ahí, sin embargo, el gerente de Recursos Humanos decidió que para qué quería a tan buena moza tras un escritorio y llamó a su ejecutivo de arte dramático, a quien se le iluminaron los ojos. Éste mandó a nuestra confundida protagonista a improvisar una escena de llanto, pero no lloró. En la de canto solo dobló, pero ¡qué importaba! El ejecutivo de arte dramático había quedado “embrujado” tan solo al verla caminar frente a él.
Y aunque ella explicó que tan solo había ido por la plaza en Contabilidad y que había accedido a la audición únicamente para hacer patente su falta de talento artístico, ni el gerente de Recursos Humanos ni el ejecutivo la escucharon. Uno le dio una palmadita en el hombro y el otro le dijo: “Shhh… Shhh, dije shhh, calla… Mira, mira, ¿y qué tal si hablamos de los honorarios?”.
Finalmente, ella se quedó. El sueldo era bueno y servía para su anhelada independencia, aunque en los descansos en la producción tenía que tomar café sola, porque cuando aceptaba tomarlo con alguien más inmediatamente aparecía en ellos la sonrisa desagradable de sus antiguos entrevistadores. Y aún hacía cuentas. Enumeraba, por ejemplo, las invitaciones molestas que tenía que rechazar, las multiplicaba por el número de ataques a su inteligencia que en redes sociales abundaban y las dividía entre lo que ganaba económicamente. Pero ahora ya no estaba segura de sus artes contables, pues a veces le parecía que salía ganando y otras, que salía perdiendo.

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