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Abro la puerta atraída por cuadros de luz perfectamente alineados, resaltan en medio de la oscuridad de la sala, poco a poco recorro los pasillos desérticos y un escalofrío recorre mi cuerpo al ver el contenido de un cuadro con detalle, en él hay rastros de papel, me acerco y descubro que es una carta, no me detengo a leer el contenido, sigo caminando, tengo frente a mí unos zapatitos, sí en diminutivo porque son muy pequeños, un pedazo de hoja rota que dice, “Te quiero papi” y una fotografía de un hombre joven y una bebé.
Me cuesta mirar con detalle cada fragmento porque todos transmiten emociones que no alcanzo a explicar, verlos duele, y aún al rememorar mi recorrido siento nostalgia por cada una de las piezas que dejé atrás. Todas ellas comparten un pasado que va más allá de ser parte de una exposición de la artista Erika Diettes. Son los recuerdos de todos aquellos que perdieron a un ser querido por culpa de la guerrilla en Colombia.
Cada cubo de 30 x 30 cm simula una tumba, son relicarios (nombre de la obra) que a través del arte representan a los que se fueron en manos de la violencia. El terror vivido en múltiples zonas de Colombia no discrimina. Hay objetos claramente pertenecientes a niños, otros a personas mayores, hombres, mujeres, profesionistas, antiguos amores. Hay una historia en cada fragmento. La colocación vista desde el frente simula el infinito, y aunque me topo con todo esto en otro país, la historia no me resulta ajena, al contrario, entiendo perfecto cuando un taxista me habla de su pesar por la corrupción, del desequilibrio económico entre unas zonas y otras; además no me sorprende la inseguridad, porque soy de un estado que lo tiene todo pero que sus gobernantes han saqueado hasta dejarlo sin recursos, aunque aún con esperanza, de un país que amo pero me cuesta decir que todo es perfecto sólo para cuidar su imagen al exterior y no quiero reducir a México a inseguridad y violencia.
La violencia que dejó tales cicatrices en Colombia como para que sus habitantes votaran que no al plebiscito por la paz con las FARC. Para mí sus calles, su historia son un espejo de muchos eventos en México. Para ellos su país puede dirigirse hacia el rumbo que hoy en día tiene Venezuela, otros pueden vislumbrarse en El Salvador y la cadena puede seguir, tengo la certeza de que las comparaciones no se reducen a América Latina porque aunque existan países tan desarrollados al norte de nuestro continente o del otro lado del mundo, seguimos compartiendo eventos que han marcado nuestra historia, lecciones que dejamos pendientes porque creemos que pertenecen a otros pueblos y que de nada servirán a nuestro presente.
Sin embargo bien dicen que el que no conoce su historia está condenado a repetirla y tal parece que los eventos de otras épocas siguen pareciéndonos ajenos, de lo contrario no estaríamos construyendo muros que nos separen de las necesidades de otros, y no me refiero a la muralla absurda de la frontera sino a esas paredes que se levantan sin necesidad de paredes señaladas, basta con transitar entre las colonias amuralladas de los grandes barrios existentes en cualquier nación, incluso en aquellas donde se supone se busca la igualdad siempre existe un vivo que se queda con todo.
Somos humanos, pero olvidamos vivir como tales, sólo en los momentos más fuertes en los que nos vemos afectados es cuando actuamos, nos preocupamos y hasta participamos queriendo cambiar de un momento a otro el mundo, pero, ¿por qué esperar?, que sería de países como el nuestro si dejamos de esperar a ser afectados y comenzamos a preocuparnos por el otro. Dejemos de fingir que no nos damos cuenta, de ser ciegos ante el dolor ajeno y de centrar nuestras necesidades en cuestiones efímeras, al final no quedarán ni los cuadros en el suelo, y nuestra huella dependerá de lo que recuerden otros.