En cualquier actividad humana el que alguien se sienta moralmente superior a los otros es un peligro. Éste se acrecienta en dos tipos de espacios: el religioso y el político. En la historia mundial y nacional hay muchos casos que manifiestan las consecuencias graves que tiene para la sociedad este tipo de sujetos.

Quien se asume como moralmente superior se siente con derecho de juzgar y condenar a los otros. Él se convierte en el juez justiciero que descalifica y desprecia al que no se sujeta a sus valores y mandatos. Su accionar lo justifica en el principio falso de que él vive en la gracia y los otros en el pecado.

Él es el representante del bien, el emisario de la verdadera doctrina, y los otros, los que no están con él ni le rinden pleitesía, son los representantes del mal y los emisarios de la falsa doctrina. Él dice siempre la verdad y no está obligado a probar sus dichos. Goza de la ciencia infusa.

Desde ese pedestal, endiosado por sí mismo, puede y de hecho hace lo que se le venga en gana. Manda a los suyos y los utiliza a su conveniencia. Éstos se someten a los designios de su pequeño dios. Se establece una relación perversa de mutua dependencia: el que manda y el que obedece. Es la eterna dialéctica del amo y el esclavo.

La vocación del que se siente moralmente superior es la destrucción. A la manera de un profeta bíblico, señala los defectos, los males y con ellos a los responsables de los mismos. En esa acción se crea y legitima. Esa es su misión delante de los suyos y de la historia.

Lo suyo no es la construcción de lo nuevo, de la alternativa, que pasa a un segundo plano. Elaborar propuestas es complejo y compromete y, por lo mismo, acota el espacio de acción del moralmente superior, por eso la evade siempre. Él no está obligado a presentar planes de lo que hará en el futuro. Los suyos no se lo piden. Confían a ciegas en su pequeño dios.

Los seguidores de los moralmente superiores, ya sea en el ámbito religioso o político, son personas que se sienten seguras con las certezas y dogmas que aquellos les ofrecen. Les cuesta, tienen miedo, a la incertidumbre, al cambio permanente y la búsqueda de lo nuevo, para hacer frente a una realidad siempre en transformación.

Cuando los que se asumen como moralmente superiores permanecen lejos del poder, no son un peligro. El campo de acción se limita a su pequeña iglesia en la que pontifican. Los suyos se sienten reconfortados con el discurso, siempre lleno de adjetivos calificativos en contra de los malvados, pero no más.

El problema es cuando esos personajes se hacen del poder.

El daño que éstos pueden ejercer en una sociedad es enorme. En el caso de los políticos la destrucción de la economía y de la política es el resultado. En el caso de los religiosos, el oscurantismo y la vuelta al pasado ya superado es el resultado. La sociedad debe impedir que estos sujetos se hagan del poder. Lo debe hacer por la vía democrática y en el marco del Estado de Derecho. Nunca fuera de él.