EN SANTIAGO DE CHILE. (Escrita un 6 de octubre de 2007)

La Cordillera de Los Andes es impresionante. Apanica verla desde las alturas. Vuelo en un avión de Lan Chile desde Buenos Aires, Argentina, la línea aérea nacional. Los picos con sus copos nevados hacen que el ojo humano viva sorprendido. Es la grandeza de Dios y la Naturaleza, amalgamándose. Saco mi cámara y disparo unas fotos. El avión vuela bajo porque para aterrizar en Santiago de Chile se comienza a descender desde endenantes y hay que cruzar esa monstruosidad de picos y nieve. El piloto nos acalambra un poco. Habrá turbulencia, dice. Me lo imagino, no porque acumule millas de vuelo de viajero frecuente, sino porque así debe ser cuando se baja y el aire caliente descompensa estas naves, entre montañas. La turbulencia demora unos quince minutos. Las aeromozas se sientan de inmediato. Uno solo reza porque ese armatoste llegue bien. Atisbo hacia abajo, allá muy abajito se ven los automóviles como hormigas rodantes. Diminutos. La ladera hace ver casas a los pies de ella. El avión va tomando ruta, pues al otro lado de las montañas de la cordillera debe estar Santiago de Chile. Recuerdo al instante aquel episodio de los jugadores uruguayos que cayeron allí y vivieron una odisea de antropofagia, para sobrevivir. Es ahora la primavera por Chile, en un lugar donde tienen arrevesado el tiempo, mientras con nosotros es verano, aquí es invierno. Se siente el frío no solo del aire acondicionado del avión. El frío que cala de afuera. La nieve está firme, aún no se ven los deshielos pues ningún río ni riachuelo asoma a mi vista.

Tomo una servilleta y medio voy apuntando lo que veo. El pulso no es firme, el avión se mueve. Baila como Tongolele en sus tiempos buenos. Sigo disparando fotos y una azafata me dice que no más. Que la apague, pues está prohibido todo lo electrónico. Así lo hago, pero me llevo unas cuantas de los copos de nieve. Para mí, que vivo viendo el Pico de Orizaba a diario en su magnitud, esto es otra cosa, grandioso y monumental. Son 7 mil 500 kilómetros de cordilleras, con alturas de 4 a 6 mil metros, que parten de Argentina y atraviesan Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador, Perú y Venezuela, como si fuera de Punta Delgada a Coatzacoalcos, como decía aquel viejo meteorólogo, Luna Bauza. El avión no termina de zarandearse. Aprieta uno aquellito. Me entra la confianza porque una de las azafatas va casi a mi lado y la veo relajada, como si nada, señal de que vamos en la normalidad.

LADEAR EL ALA

El avión ladea el ala y discurro que lo está centrando rumbo a la pista del aeropuerto internacional de Santiago. Desciende y parece tocarse las cordilleras con las manos, si nos dejaran abrir las ventanas selladas y herméticas, presurizadas. Abajo, los cuadros de los sembradíos asemejan tapetes verdes multicolores. Hay algunos lagos y pequeñas presas, nada del otro mundo, como aquella impresionante Presa Hoover, que se ve al llegar a Las Vegas y que sirvió para que ese lugar, donde sólo la casa gana, reciba 30 millones de turistas al año que van a ser despelucados, aunque muchos digan que ganan. La aviación tiene, como las autopistas, carreteras aéreas, sus rutas de llegada y salida. Tomamos la nuestra, las ladeadas así lo indican, terminó la turbulencia, ahora se vuela bajo, los picos dejan de tener la nieve y se ven grises, pelones, sin hierba ni verdosidad. Baja el tren de aterrizaje, el golpe hace sentir que estamos cerca, muy cerca de la pista. Salen los flaps, endereza el rumbo el piloto, lo nivela y tocamos tierra. No le aplaudimos, pero se lo merece.

Llega uno a la Terminal y se forma como cualquier hijo de vecino. Aquí no es como en Estados Unidos, que te ven como terrorista y sospechoso de todo. Me pongo firmes y comienza mi desventura. Usted tiene que pagar, me dice la empleada de Migración. ¿Pagar qué, si no he comprado nada? Un impuesto que se llama Pago de Reciprocidad. Ay güey. Voy a otra ventanilla y me revientan los primeros quince dólares. Este pago de reciprocidad solo lo pagan los mexicanos; a los americanos de USA y Canadá y Australia les cobran poco más de 100 dólares, porque en nuestro país también les cobran a ellos, me dijo la boletera. Ni hablar. Hay que decirle al presidente Calderón que deje de cobrar esto, pues a mí ya me ensartaron. Camino unos cuantos metros y encuentro un módulo de turismo. No tengo hotel, vengo casi como mochilero, un viejo sueño me trae aquí. Compré mi boleto y me aventé a llegar sin hotel reservado. Una empleada, toda atenta, me muestra la cartelera de hoteles. Dame uno céntrico, le pido, cerca de La Moneda, donde acribillaron a Salvador Allende, o donde lo bombardearon. Me escoge el Plaza San Francisco, a dos cuadras del centro, en el 816 de la avenida Libertador Bernardo Higgins, la principal, hagan de cuenta Independencia en Veracruz o Tierra Blanca, o Madero en Orizaba. Por 120 dólares diarios firmo mi reservación. La empleada del aeropuerto me da a escoger, si paga en dólares no le cobran impuesto, si paga con tarjeta sí, opcional, pues.

CASA DE CAMBIO

Voy a la casa de cambio y comienza mi suplicio. Están estos bárbaros a un dólar por 500 pesos de ellos, de los chilenos. Ay güey, vuelvo a exclamar, y me pregunto por qué no le han quitado tanto cero, como Salinas en tiempos mexicanos. Por cien dólares me dan cincuenta mil pesos, me siento rico, por lo pronto, pero al ratito mi sorpresa se desvanece, la corrida del taxi es de cuatro mil pesos y ya ni hablo, mucho menos hago el tipo de cambio. Me ataranto con eso, es para volverse loco. Pago y callo.

A diferencia de otros países vecinos, la economía de Chile va bien. Comienzo a interrogar al taxista. Se queja. La Bachelet va en picada, me da cuenta como maestro de escuela. Estos países del Cono Sur son todos muy politizados, su gente es de asombrar, se quejan de todo y de todos. Me dice que la presidenta Bachelet, esa mujer que fue hostigada y apresada por la Junta Militar de Pinochet, y su padre, general, asesinado en aquellos años infernales del Golpe de Estado, están medio enojados con ella porque, dice el taxista, aprobó una concesión que dejó el presidente Lagos de privatizar el servicio público del transporte (hagan ustedes de cuenta que eran públicos y se los dieron a los Castelán), y que las rutas las ampliaron y entonces hay que tomar tres autobuses para llegar al trabajo y eso la demerita, a la presidenta. Mañana les cuento más.

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