Ni duda cabe que el tiempo pasa. Hace unos días me llevaron a traer el árbol de navidad. Si, me llevaron a traer el árbol. Antes, hasta hace poco, yo los llevaba a traer el árbol. En esa expresión: yo los llevaba, hoy ellos me llevan, se encuentra un tramo de tiempo que invierte el sentido de la vida y se manifiesta el costo del desgaste por la edad. Cuando alguien oiga que un viejo dice que es divertido llegar a viejo, sin duda le asiste la razón. Es “padrísimo” dejarse conducir en vez de ser el eterno conductor de la propia vida y de la vida de los demás. La vida está llena de momentos singulares: unos momentos son dolorosos, otros momentos son pletóricos de felicidad, otros de incertidumbre, pero todos estos momentos son espacios de tiempo y de hechos de los que se compone la vida. Todo esto iba reflexionando mientras el vehículo en el que viajábamos tosía subiendo hacia la cresta de la montaña. Zumbaba el motor del carro dando su mejor esfuerzo para no hacer quedar mal a todos aquellos que me habían colocado de un plumazo en segunda, tal vez tercera, posición de importancia. Era la primera vez que podía cerrar los ojos mientras rodaba kilómetros y kilómetros de terreno. Se siente raro saber que la familia ya no depende de uno, sino depende de cada uno de los miembros que la componen. Después de un buen tiempo, la marcha del motor se detuvo, y todos bajamos. Bueno, a mi me ayudaron a bajar. El día estaba precioso, único. Podría jurar que al fondo de la montaña la luna permanecía pálida, desdibujada y desbarrada. Así mismo podría jurar que la luna, ya soñolienta, bostezaba y cerraba los ojos con pesadez para meterse a la cama. La luna había cumplido su misión dando luz blanca al mundo, y justo era su descanso. Mi nieto, Farid, alzó la mano y agitándola despidió a la luna avalando su descanso. Entonces fue que apareció el sol con su cara redonda y roja reclamando con gallardía a la luna el cambio de guardia. ¡Ya vete a tu casa, termina de irte, deja de entorpecer mi salida!, pareció decir con esa voz estrepitosa que siempre ha tenido el sol para enojo del firmamento. La luna se fue a su casita, a tomar su lechita, a meterse a su camita con su papá y con su mamá, mencionó Farid con tristeza pero con aceptación. Y llegamos al vivero caminando. Fue en ese momento que empezamos a sentir la pulcritud del aire frío que descendía del penacho de la montaña. Parecía que el viento había subido a lo más alto de la montaña para recargar su temperatura aún más gélida, con la intención quizás de corrernos de sus dominios, antes que pudiéramos hacerle daño a tan virginal paisaje. Pinos y pinos de todos los tamaños adornaban las laderas de la montaña. Los pinos, movían suavemente sus brazos buscando en nosotros con cariño su adopción y custodia. Farid, “Chepe” pa’ los cuates, rápido le echó el ojo a un pino y se “emperró” en que ese fuera el pino que nos trajéramos. Por más ruegos que se le hicieron a “Chepe”, el pino que viajó a casa fue ese que él dijo. La verdad es que el Cofre de Perote es un santuario donde se puede comulgar con el mismo Dios. Las espaldas del Cofre son verdaderos toboganes por donde se desliza todo aquello que llena la imaginación y enriquece la boca del poeta. Gracias Zazil. Doy fe.