El hilo de la gobernabilidad mexicana cada vez se adelgaza más y más, amenaza con reventarse y nos pone en riesgo a todos. La crisis de gobernabilidad es una suma de la violencia desatada en todo el territorio nacional, de lo hueco de la democracia, la ineficacia y corrupción de la clase política pero sobre todo de la cada vez mayor desigualdad social que da oxígeno y fortaleza a todo tipo de conductas ilegales, negativas aun si se cubren de manto justiciero. Con una inercia casi perfecta, caminando sola, agotada su capacidad de asombro y reacción ante escándalos que suben de tono, la política mexicana es ajena a las preocupaciones de la gente. La política nacional se ha vuelto un embudo que detiene la expresión auténtica de la ciudadanía, un conjunto de actos y personajes que la asumen como una actividad más, vacía de sentido social y democrático. Esa es la gran crisis de México, una política que lleva a elecciones mercantiles para formar gobiernos inútiles; son pocas las excepciones en todos los niveles.
El fracaso de las reformas estructurales, al menos en lo económico, arroja una frágil economía que por sus efectos en salarios, carestía y cadena productiva amenaza con colocarnos en los linderos de la violencia social, de la auténtica y la manipulada. Es muy grave que se insista en medidas recaudatorias como ocurre con el llamado gasolinazo, para equilibrar presupuestos que no van a programas, servicios y reactivación de la economía para beneficio popular. Con los aumentos a los combustibles y a la luz se generan presiones muy fuertes a los precios, se deterioran las condiciones de vida de la gente y se crea un ambiente de repudio social a las instituciones que la población no ve que le sirvan para algo.
El pueblo no come lumbre pero hay tanta pobreza, tanta falta de autoridad, enorme influencia delincuencial y un descontento anti gubernamental generalizado que la amenaza de violencia es real y puede crecer sin control con fuerza propia. Algunos sabrán cómo inicia un proceso violento pero nadie tendrá certeza de cómo evoluciona y termina. La violencia es una bola de humo que inicia con una pequeña protesta, alguna mano invisible o el error real de un manifestante, que se sucede en pequeñas o grandes escalas y acaba en situaciones graves con consecuencias mayores. Es elemental asumir una postura vigilante y moderada desde los liderazgos, cuidando actos y palabras, alejando el uso demagógico de las protestas y encausando las inconformidades por conductos pacíficos. No esperemos mucho de la clase gobernante federal, su mediocridad ya está rebasada, tampoco dejemos que la población caiga en el espejismo de los delincuentes ni en los líderes que no se deslinden tajantemente de la violencia. Las protestas deben evitar afectar a la gente y a la economía para que sean legítimas y tengan efectos positivos en las medidas gubernamentales y en el tejido social.
La alternativa es la resistencia civil pacífica, es la forma civilizada de cambiar los excesos de los gobernantes y mantener la estabilidad de la sociedad. La revuelta, en cambio, es destrucción, sufrimiento innecesario, daños materiales y afectación profunda en la convivencia social. Hay que estar alertas ante una situación inédita, es decir, para la que no existe librito ni receta. Nos podríamos llevar una muy desagradable sorpresa de estallidos violentos si no procedemos con responsabilidad. Lo primero es que el gobierno se ajuste el cinturón con un severo programa de austeridad, que deje de gastar en asuntos clientelares, que baje de su nube y ponga el ejemplo; después, los líderes deben poner de su parte, abandonado afanes de poder y manipulación; debe quedar perfectamente claro si hay manos criminales en los saqueos y actos vandálicos, sin generalizar ni criminalizar la protesta pero cuidando que no se mezcle la delincuencia organizada y el narcotráfico.
Nada que agrave la crisis o lastime a la gente debe ser apoyado y bien visto, a una agresión oficial no debe responderse con agresiones que hacen que impere la ley del más fuerte, quedando en medio, indefenso, el ciudadano común. Sin duda es auténtica mucha de la gente que saquea, en la inercia y con reclamos verdaderos, pero también existe el oportunismo en estos casos y la participación de grupos de interés, algunos ligados a la delincuencia. Por nuestro bien, seamos críticos y exigentes pero no apoyemos actos violentos, pueden ser provocaciones de la que resultan costos mayores.
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Recadito: Jugar a la revolución es hacer el juego al autoritarismo.