Kennedy puso el listón alto con su “no preguntes qué puede hacer tu país por ti…”, Obama fue historia en sí mismo como primer presidente negro y William Henry Harrison cogió una neumonía mortal por dar el discurso sin abrigo. El viernes será el explosivo Donald Trump quien escriba su página en la historia.
La Constitución no dice mucho sobre cómo debe ser la gran cita cuatrienal, solo la fecha y el juramento. La pompa y los fastos de las tomas de posesión modernas son el resultado de años de evolución de una tradición que inauguró en 1789 George Washington.
Poco tiene que ver la grandiosidad de las investiduras actuales con el sobrio repique de campanas de entonces, cuando Nueva York era la capital, o con el esfuerzo de Thomas Jefferson en 1801, la primera celebrada en Washington DC, por evitar cualquier tinte de ceremonia monárquica.
Periodistas que cubrieron la de Obama en 2009 y varias otras antes que esa la recuerdan como “la madre de todas las investiduras“.
Con 1,8 millones de personas esperanzadas con el lema “Yes, we can” (Sí, se puede) del primer presidente afroamericano, esa ceremonia estableció un récord del que, según las estimaciones que se manejan, Trump quedará muy por detrás.
El magnate podría ver así frustrados este viernes los dos sueños confesos que tenía para su investidura: superar el récord histórico de Obama -como pidió a sus seguidores en Twitter en diciembre- y ofrecer un gran espectáculo, algo que parece difícil, pese a su pasado de estrella de la telerrealidad, porque ningún artista de renombre a accedido a actuar para él.
Trump tiene posibilidades de batir otro récord: el de congregar las mayores protestas. El último presidente republicano, George W. Bush, tuvo las más numerosas en 30 años en su primera investidura (2001), tras unas elecciones de recuento y Tribunal Supremo que dejaron el país rasgado por la mitad.
El controvertido y temido magnate llega a la Casa Blanca no sólo con el país partido en dos, sino rodeado además de una nube de desazón que hace a muchos evocar con anticipada nostalgia la bocanada de optimismo que supusieron las investiduras de Obama (2009), Ronald Reagan (1981) y John F. Kennedy (1961).
El joven y atractivo Kennedy, 27 años más joven que su antecesor, ofreció un memorable discurso en el que dijo que la antorcha había pasado a una nueva generación de estadounidenses y pronunció el recordado “No preguntes qué puede hacer tu país por ti, sino qué puedes hacer tú por tu país”.
Lo “impresionante” del discurso de Ronald Reagan, que con casi 70 años ha sido el presidente con más edad al asumir el cargo hasta Trump (70), fue “el optimismo que propuso tras un periodo en el que el país sentía que estaba en declive”, indica la historiadora presidencial Doris Kearns Goodwin.
“Comencemos una era de renovación nacional, renovemos nuestra determinación, nuestro coraje y nuestra fuerza, renovemos nuestra fe y nuestra esperanza”, arengó Reagan, que inauguró las investiduras en el lado oeste del Capitolio, más vistoso que el este al mirar al National Mall y permitir un mayor número de espectadores.
Desde entonces, todas las investiduras se han celebrado en ese lado del Capitolio salvo la segunda de Reagan (1985), que tuvo que trasladarse al interior, a la Rotonda, porque fuera hacía 14 grados bajo cero.
Las gélidas temperaturas son parte de la tradición de las investiduras en Estados Unidos, que primero se celebraban el 4 de marzo -aún riguroso invierno en Washington- y, desde 1937, tienen lugar el 20 de enero -el mes más frío en la capital- tras la ratificación de la Vigésima Enmienda a la Constitución.
La historia enseña que no conviene arriesgarse. William Henry Harrison (1841) pronunció 8.000 palabras durante casi dos horas en un gélido 4 de marzo sin abrigo ni sombrero. El discurso más largo y la Presidencia más corta: contrajo una pulmonía y murió un mes después.
Trump tendrá más suerte con las temperaturas, más altas de lo normal para enero, pero las últimas predicciones anuncian posibilidad de lluvias que podrían deslucir la ceremonia.