Si un país quiere avanzar, debe respetar su Carta Magna
Ferdinand Lassalle
La constitución y la biblia, pese a la secularización, tienen un punto de convergencia, son los libros que con mayor frecuencia se habla de ellos. Pero en este escrito me ocuparé solamente del centenario documento.
Siempre he pensado que grandes fueron los hombres que con ahínco derramaron talento en cada una de las palabras que amalgamaban los sueños de una nación. Enorme era el espacio para trasladar las fuentes históricas del derecho provenientes de su paso revolucionario, a la realidad de una nación vigorosa.
Allá en Querétaro que fue cuna, raíz y esencia del liberalismo mexicano, en ese hogar de la concordia y la armonía nacional, fue donde se creó el concepto de la seguridad social, del respeto muto, de la libertad intrínseca del individuo y de la necesidad e indispensable relación entre pueblo y gobierno; hoy de ello solo retumba con tristeza el recuerdo en todo su litoral.
Hoy, parece que esas aspiraciones, son simplemente un elemento para pretextar la costumbre de una legalidad negociada que está en el corazón de la cultura política, siendo a su vez una de las creencias profundas del país, que inhiben la construcción de una democracia sometida a la ley (Aguilar, 2017)
Héctor Fix-Fierro, evocando a Peter Häberle, sostiene que la constitución es la única norma que es de todos y para todos. Tienen razón tanto en el plano simbólico como en el práctico.
Es también cierto, que tanto la practicidad, como la realidad cambian, sin embargo, la documentación nos muestra que desde 1921, en que se hizo la primera modificación, hasta julio de 2015, el texto de la Constitución había sufrido 642 cambios a través de 225 decretos de reforma constitucional.
Hasta ahora, el sexenio en el que más reformas constitucionales se aprobaron fue el de Felipe Calderón con 110 modificaciones, pero todo indica que durante el gobierno actual se romperá el récord. Nos menciona Pedro Salazar que el gran giro que se da a partir de 1982 también se constata en los datos cuantitativos.
Casi dos tercios de las reformas (66.9%) y más de la mitad de los decretos (56.4%) son posteriores a diciembre de 1982. La nueva dinámica se refleja también en el crecimiento del texto constitucional, medido en palabras. El texto original de la Constitución de 1917 tenía 21 mil palabras de extensión. 65 años después, en 1982, al concluir el mandato del presidente López Portillo, el texto ya había aumentado en 42.6%, alcanzando casi 30 mil palabras.
Con el presidente De la Madrid se inicia un crecimiento mucho más rápido, como efecto de una modernización constitucional más intensa que se hace vertiginoso con los presidentes Calderón y Peña Nieto, durante cuyos mandatos el texto aumenta en más de 20 mil palabras, lo que equivale prácticamente a la extensión del texto original (Salazar, 2016).
Para muestra un botón: el artículo 41 que en 1917 tenía 63 palabras, ahora tiene más de cuatro mil. En primer lugar, ha convertido a la Constitución en un documento que, además de extenso, es oscuro, confuso, inaccesible, farragoso.
Al respecto suelo provocar a mis alumnos (siguiendo la idea de Salazar y de Carbonell, cuando imparto cátedra de Derecho Económico) con la promesa de aprobarlos en el primer parcial si explican al grupo el contenido del artículo 28 constitucional. Temo que ni siquiera Richard Allen Posner sería capaz de hacerlo de manera convincente y esclarecedora. Y lo cierto es que la provocación podría repetirse con buena parte del articulado constitucional.
Sin embargo, tanto en un espacio que busque contar con Estado de Derecho como un Estado de Derechos, es imprescindible partir de los preceptos constitucionales agiles y claros.
Porque hoy, al igual que hace 100 años, es necesario propiciar la convergencia de un sistema de economía mixta, en la cual el Estado actúe como regulador de la actividad económica y los particulares como coadyuvantes de su integración; se necesita generar mecanismos para una verdadera justicia redistributiva, que consiste no en igualar a todos en la riqueza o en la miseria, sino en luchar porque un mayor número de mexicanos participen en bienes de disfrute común, tal modo, en el futuro se aminore la insultante opulencia de pocos, junto a la aterradora pobreza de muchos.
Recordando: Fue un triste festejo de nuestra carta magna.