Sin virtud y sin moral ninguna nación por poderosa que sea puede crecer sana y sin problemas, Cicerón expresaba que cuando una nación decae se vuelve más puritana e hipócrita. Su experiencia era Roma. Actualmente el mundo está lleno de «nuevas romas» que en un puritanismo y en una farisaica hipocresía se dan golpes de pecho mientras sus conciudadanos explotan, y prácticamente asaltan a los seres más indefensos y desprotegidos. Como aves de rapiña estos nuevos súbditos de Alí-Babá, se disputan todo lo que Dios ha creado y se lo apropian sin ninguna conmiseración ni misericordia. La falta de virtud y de moral tanto en los gobernantes como en los gobernados ha hecho que la riqueza de la naturaleza esté en manos de unos cuantos mientras la inmensa mayoría se debate entre el hambre y la miseria.

Sin embargo en las épocas más confusas y oscuras han existido hombres sociales, fuera de serie, que han manifestado su preocupación por la corrupción de las costumbres; y sus preocupaciones han sido expuestas con descarnada crudeza. Son los hombres morales y virtuosos que le dan validez al espíritu humano. Son los justos, que de haber existido, hubiesen podido impedir que Sodoma y Gomorra fueran desbastadas por el castigo divino. Albert Einstein es uno de estos justo o reconciliador de la humanidad con Dios. Él a pesar de ser un científico triunfador y reconocido, humildemente aceptaba que la razón no lo era todo. “Por dolorosa experiencia, hemos aprendido que la razón no basta para resolver los problemas de la vida social. La penetrante investigación y el sutil trabajo científico han aportado a menudo trágicas complicaciones para la humanidad, produciendo por una parte inventos que liberan al hombre de un agotador trabajo físico y hacen su vida más fácil y rica, pero por otra parte han traído a su vida una grave inquietud, haciéndole esclavo de su ambiente técnico y lo que es más catastrófico, creando los medios para su propia destrucción en masa, tragedia realmente, de abrumadora amargura. Por muy amarga que sea esta tragedia, quizá sea aún más trágico el que, mientras la humanidad ha producido tantos estudios extremadamente afortunados en el campo de la ciencia y de la técnica, hayamos sido tan ineficaces durante mucho tiempo para encontrar soluciones adecuadas a los muchos conflictos políticos y tensiones económicas, que nos acosan. El hombre ha fracasado en el desarrollo de formas de organización política y económica que garanticen la coexistencia pacífica de las naciones. A fracasado en la construcción de la clase de sistema que elimine la posibilidad de la guerra y proscriba para siempre los criminales instrumentos de destrucción en masa».

El hombre al querer resolver sus conflictos interiores, o sea sin conocerse a sí mismo, sin practicar la virtud y la moral universal ha fracasado tal como sabiamente lo reconoce Albert Einstein en sus apuntes » De mi vida y mi pensamiento » en los cuales enfoca ampliamente la decadencia moral de la humanidad como hombre y como científico, ideas que transcribimos íntegramente por ser vigente en los tiempos actuales, «» Todas las religiones, artes y ciencias son ramas de un mismo tronco. Todas estas aspiraciones están dirigidas a ennoblecer la vida del hombre, elevándole de la esfera de la existencia meramente física y guiando al individuo hacia la libertad. No fue fruto de la simple casualidad el que nuestras antiguas universidades surgieran de escuelas eclesiásticas. Lo mismo las iglesias que las universidades en tanto que viven para su verdadera función -sirven al ennoblecimiento del individuo. Procuran cumplir esta gran tarea mediante la extensión de la moral y la cultura y la renunciación al uso de la fuerza bruta.

La unidad esencial de las instituciones culturales, eclesiásticas y seculares se perdió durante el siglo XIX, hasta el punto de llegar a una insensata hostilidad mutua. Sin embargo, no había duda alguna en cuanto a su esfuerzo común con la cultura. Ni unas ni otras dudaban de la santidad de la meta. Era el camino lo que se discutía.

Los conflictos económicos y políticos y las complejidades de las últimas décadas han traído ante nuestros ojos peligros que ni los más negros pesimistas del último siglo soñaron. Aceptábase entonces los preceptos de la Biblia, concernientes a la humana conducta por creyentes e infieles como exigencias evidentes por sí mismas, tanto para los individuos como para la sociedad. No hubiera sido tomado en serio nadie que no reconociese que el más alto y eterno fin del hombre era la búsqueda de la verdad objetiva y del saber.

Sin embargo hemos de reconocer hoy con horror que estos pilares de la existencia humana civilizada han perdido su firmeza. Naciones que antaño se mantuvieron dignas dobléganse ante tiranos que osan afirmar abiertamente «¡Solo es justo lo que nos conviene!”. La búsqueda de la verdad por la verdad misma no tiene justificación alguna y no es tolerada. Leyes arbitrarias, opresión, persecución de individuos, de creencias y de comunidades se practican abiertamente en aquellos países y son aceptadas como justificables e inevitables.

Y el resto del mundo se ha desarrollado lentamente acostumbrándose a estos síntomas de decadencia moral. Se echa de menos la elemental reacción contra la injusticia y en pro de la justicia; reacción que a la larga representa la única protección del hombre frente a un retroceso a la barbarie. Estoy firmemente convencido de que la ardiente voluntad de justicia y de verdad ha hecho más para mejorar la condición del hombre que cualquier calculadora sagacidad política, pues a la larga, ésta sólo engendra general desconfianza. ¿Quién dudará de que Moisés fue mejor conductor de la humanidad que Maquiavelo?

Durante la guerra alguien intentó convencer a un gran científico holandés de que en la historia del hombre la fuerza precede al derecho. “No puedo negar el rigor de su razonamiento-replicó-; pero lo que sé es que no me interesaría vivir en un mundo así «.

Pensemos, sintamos y actuemos como ese hombre, rehusando aceptar un compromiso funesto. Y no rehuyamos la lucha cuando se trate de preservar el derecho y la dignidad del hombre. Si obramos así, pronto volveremos a condiciones que nos permitan regocijarnos en la humanidad»».

Definitivamente solo cuando la sociedad se regenere a sí misma, empezará a conocer a verdaderos y auténticos dirigentes sociales-espirituales. Antes no. Por esto el presente milenio es de esperanza y redención; porque gracias a la crisis económica, moral, social, política, religiosa y espiritual en que estamos sumergidos, la humanidad empieza a cambiar sus hábitos de conducta y desea una nueva forma de conducción social, pero definitivamente esta regeneración no tiene que ver en absoluto con ninguno de los sistemas sociales que hasta ahora recientemente se han ensayado.