La elección de Donald Trump, locuaz y de perfil dictatorial e imperialista, puso a debate lo avanzado en materia democrática en los Estados Unidos y en las relaciones internacionales sobre la base de la diplomacia y el respeto a las naciones. Lo que parecía irreversible ahora se pone en duda, las certezas se esfuman y entramos a un periodo incierto y turbulento. Las lecciones para nuestro país son claras e ineludibles; hay que abrir el diálogo, debates incluidos, sobre nuestra realidad nacional, en sentido amplio, desde la conducción del país, el modelo económico, la desigualdad social y la próxima elección presidencial. A la ya de por sí precaria vida democrática y deformada vida pública se agrega, ahora, la amenaza real del poder Estadounidense, que nos retira inversiones, nos aísla en la frontera y expulsa a nuestros compatriotas.

Trump y varios casos más similares en otras partes del mundo muestran que es posible la involución democrática, de la cual no estamos exentos en México; de la conciencia de esa posibilidad debemos extraer las lecciones del caso para hacer lo correcto. Pienso en fortalecer las instituciones, dar voz a los ciudadanos, garantizar elecciones libres, caminar hacia una sociedad incluyente, ganar en justicia y equidad, acabar con la violencia e impunidad, reinventarnos positivamente pero con la esencia histórica de nuestra nación y cultivar los valores colectivos.

Es necesario establecer si lo que tenemos como democracia es suficiente y si de ese nivel se podrá avanzar; pero también analizar si hay riesgos de retrocesos. Se debe proceder con seriedad, más allá de intereses grupales y de la retórica. Hay que clarificar el compromiso democrático y convocar al diálogo que marque el rumbo común. No se puede hablar de unanimidad ni de apariencias patrioteras, de hacerse estaríamos cayendo en la simulación. Hay que encarar nuestra realidad por amarga y gris que sea para estar en condiciones de andar en el desarrollo democrático.

Es pertinente revisar los niveles de tolerancia política y social, es decir, tanto de la relación entre partidos y líderes como entre los cuidadanos. Me parece que hemos avanzado muy poco y que, con relativa facilidad, somos espectadores o actores de espectáculos dé intolerancia en lo general; ejemplos abundan. Es muy frecuente que los líderes se descalifiquen y sean incapaces de dialogar, en un afán destructivo y auto complaciente, apostándole a la proyección mediática y a endulzar el oído de sus seguidores. En esa línea, se pierden en el humo las ideas, los diagnósticos y las propuestas. Hay que aclarar que el debate en si es perfectamente válido y normal, en tanto no se vuelva un estridente coro de descalificaciones. Lo peor del intercambio de ataques son las personalizaciones, omiten la crítica constructiva de hechos y responsabilidades.

Se afirma que los valores se han perdido, se dice así para intentar la explicación de conductas antisociales. Creo, por mi parte, que los valores esencialmente son los mismos, que cambiamos los que los portamos, quienes no siempre los asimilamos tal cuales ni los aplicamos correctamente. El tiempo cambia, los ciclos sociales y humanos también, las nuevas generaciones requieren educación formal y social, en ellas se refleja inmediatamente, en tiempo real, nuestra calidad humana y nuestro desarrollo social. Es un error pretender que los niños y los jóvenes, por decreto, van a comportarse en forma civilizada y sana; necesitan el ejemplo de sus mayores y un marco de democracia eficaz que incluya instituciones funcionales, fuertes y legítimas. Ahora aprendimos que la vida social armónica, con paz y justicia requiere regarse con información, derechos y legitimidad.
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Recadito: Solo los Xalapeños salvaremos a Xalapa.