Se llama Javier. Omito sus apellidos para evitar que se agolpen a su puerta miles y tal vez millones de ciudadanos -y para lo macroeconómico, hasta algunos cercanos a Tula-, solicitando su consejo, su asesoría, para sobrevivir en medio de la emergencia económica, como lo ha hecho él toda su vida.
Porque Javier no ha sido pobre, sino paupérrimo desde que nació en una cuna humildísima y de ella salió para sobrevivir con un don que Dios le dio, el de la buena prosa, que si en México se pagara como se debe, él sería más millonario que Carlos Slim, porque es periodista, poeta y narrador insuperable, y su escritura resplandece cuando se aplica a hacerlo como se debe.
Pero poco lo hace, y por eso no aguanta en ningún empleo, aunque esgrime como disculpa que no tiene tiempo para trabajar porque debe mantener a siete hijos (¿o son ocho?) y una esposa, y además un vicio caro como es el gusto por el trago, pero el buen trago (“Yo no soy borracho, soy alcohólico”, dice con orgullo en los mejores bares de la ciudad, atrás de una copa de whisky escocés, de una malta).
Y a su vicio y su familia hay que agregar que tiene un corazón de condominio, porque se enamora constantemente de ninfas que no están a su alcance, y sin embargo él les apedrea el sentimiento con arrancados versos y costosos regalos, que casi nunca surten efecto.
Hace 25 años ganaba 1,200 pesos mensuales, con los que sobrevivían de milagro sus hijos, sus gustos y sus amoríos, pero le llegó del cielo un nuevo trabajo y el sueldo le subió a la fabulosa cantidad de ¡5 mil pesos! En la cantina donde celebró el acontecimiento, contaba a los parroquianos que su mujer le preguntaba cómo le iban a hacer ahora para gastar tanto dinero. Es más, dentro de la celebración, invitó los tragos a todos, y fue una cuenta que se tardó dos años en pagar.
Bueno, pues a los tres meses de ganarlo, el sueldo fabuloso ya no le alcanzaba ni para la primera semana de la quincena y entonces empezó una larga serie de negociaciones con su jefe -un amigo suyo de la primaria que le perdonaba todas sus excentricidades y la mayoría de sus irresponsabilidades laborales, lo que es la suerte-, pues cada que se le terminaba el dinero, que era siempre, le pedía préstamos con pretextos cada vez más estrambóticos, dignos de su literaria imaginación.
Los que lo conocíamos nunca nos pudimos imaginar cómo es que lograba vivir y sobrevivir su familia, y de qué manera alcanzaba a pagar sus gastos, sus gustos de tomador perenne y sus frivolidades de enamorado irremediable. Pero lo cierto es que pasaron las quincenas con abusos excesivos en el gasto, siguieron los meses que se volvieron años, y Javier logró sacar adelante de cualquier manera a sus hijos, que se volvieron madres (solteras) y hombres (casi de bien).
Tal vez su secreto es que sabía ser un hombre rico, porque apenas recibía su quincena iba a derrocharla en donde pudiera. Yo alguna vez le reproché que se acabara tan rápido el dinero y me contestó con una lógica implacable:
—Mira, jodido siempre estoy. El dinero nunca me alcanza para nada. Si lo guardo, soy pobre todo el mes, pero si lo gasto el mismo día, cuando menos los 15 y los 30 me siento rico, y eso me da ánimo para seguir en la vida.
Ahí tienen a Javier, un experto en vivir en la miseria, que tanto nos podría enseñar a los veracruzanos, ahora que tenemos que vivir inmersos en ella… con o sin reestructura.
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