El día 23 de abril se cumple un año más de la muerte de mi querido amigo Guillermo Zúñiga. Como un homenaje y un recordatorio para aquellas personas a quienes causó tanto bien, ofrezco estas palabras. Honrar, honra, e independientemente de la filiación partidista o también de las fobias, la memoria de un hombre como Guillermo Zúñiga debe ser honrada.
“El primer día de febrero de 2015, un domingo atípico en ese invierno de Xalapa; soleado desde la mañana, pero lleno de nubes por la tarde, después de la conferencia sobre poesía Catalana que dictara el poeta Orlando Guillén en Xalapa, se organizó una comida amena en la que compartí mesa con el profesor Guillermo Zúñiga Martínez. Después de la comida y la acostumbrada charla, ya camino a mi auto, el maestro Zúñiga me pidió que lo acompañara a caminar un poco por las calles de la colonia Sebastián Lerdo de Tejada en Xalapa. Por supuesto accedí con gusto. Nos acompañó el licenciado Uriel Rosas Martínez, quien durante más de treinta años trabajó cerca de él, ya sea como enlace de prensa o como coordinador de Comunicación Social.
La tarde ya dominaba el paisaje, las calles estaban vacías pues, común en domingo, la gente se encontraba descansando las últimas horas de ese fin de semana. Guillermo Zúñiga llevaba un abrigo corto, su paso era firme, su plática amena. Avanzaba erguido, lento, con el garbo de un político que en realidad lo es; sin fingimientos ni poses. Su caminata no pasó desapercibida. Guillermo Zúñiga no era un desconocido, él hizo del servicio público su vocación. Estuvo en la Dirección de Educación Popular antes de que existiera la Secretaría de Educación de Veracruz. Ocupó la titularidad de esa Secretaría hasta en dos ocasiones. Fue también alcalde de Xalapa y presidente del Partido Revolucionario Institucional, el PRI. Fue legislador en el Congreso local y también en el federal; por esos días su hijo, Américo Zúñiga, tenía poco más de un año en la alcaldía de Xalapa. De modo que mientras hacíamos nuestro recorrido con el profesor, algunas personas detenían su quehacer y tomaban un momento para saludarlo. Otros que iban manejando disminuían la velocidad de su auto para ofrecerle un afectuoso saludo.
Pero también los jóvenes lo saludaban. En la calle de Chapultepec uno de ellos lo alcanzó para darle la mano y agradecerle. Era un alumno de la Universidad Popular Autónoma de Veracruz, acababa de terminar su carrera universitaria. Tomó su mano y le dijo: «Quiero saludarlo personalmente y decirle que soy un orgulloso egresado de la UPAV», el joven sintió el firme y cálido apretón de manos del rector de la Universidad y continuó su rumbo”.
“Es por ello que ese 28 de febrero, último día del mes más corto del año, cuando el profesor Zúñiga me invitó a regresar con él a Xalapa (después de una comida con José Woldenberg en Boca del Río) no lo pensé mucho y me subí con él a su camioneta.
El viaje de regreso a Xalapa resultó de lo más aleccionador. No quisiera ser arrogante y decir que tenía toda la confianza del maestro Zúñiga. Yo era una persona que tenía muy pocos años de conocerlo. Siempre fue muy afectuoso y deferente conmigo; siempre me ofreció el apoyo para sacar adelante el proyecto editorial de la UPAV; sobre todo siempre fue muy respetuoso de mi trabajo como periodista. Ni una sola vez me recriminó por algo que hubiera escrito sobre algún amigo suyo, nunca me dio línea, ni siquiera me sugirió sobre lo que debía escribir. A veces, cuando me quedaba a solas con él, en su escritorio oval, con las puertas abiertas de su oficina, después de haber atendido a todos los que habían acudido a verlo, sólo pedía sus medicinas. «Quédese», me decía. Yo tenía que preguntarle cómo se sentía y él me hablaba de todas las medicinas que estaba tomando y de los efectos secundarios que en el cuerpo le causaban. A veces los medicamentos afectaban su voz, a veces se le veía cansado, en ocasiones, cuando regresaba de México, de los chequeos de rutina, su estado de salud mermaba mucho. Pero había días en que me daba mucho gusto verlo, con ese humor que era un síntoma de que los efectos secundarios se borraban de su cuerpo y entonces emergía el Guillermo Zúñiga de siempre, lleno de vitalidad, de energía, de firmeza. Mientras atendía a las personas en su oficina de puertas abiertas, nos daba lecciones de historia, de literatura, de política; nos recitaba poemas completos y nos contaba sus anécdotas del barrio bravo donde creció. Ese barrio en el que fue campeón de rayuela, en el que no había muro suficientemente grande, o terreno suficientemente agreste que le impidiera encontrarse con los árboles frutales que él y sus amigos disfrutaban:
«Fíjese usted que en mis recuerdos mozos, imagino todavía que hacia el lado derecho estaba una loma donde había un naranjal y una casa de dos pisos; la verdad es que a la chiquillada se le impedía penetrar a esos terrenos para que no robaran los frutos, pero a los niños nos gustaba jugar ahí porque los caminos eran de tierra y para llegar a aquella pasarela, había que enlodarse a fin de empezar a caminar sobre ella para salir a lo que hoy es la avenida Ruiz Cortines».
Fui editor de parte de la obra de Guillermo Zúñiga. Fui lector de la columna que semana a semana, sin falta, escribía. En los últimos días de su vida la tendencia de su escritura era hacia la anécdota. Surgió en él una urgente necesidad por recordar cosas de su pasado, personas que habían sido injustamente arrojadas al olvido, pero que él, con un gran mérito literario, rescataba de esas sombras:
«Cuando mis recuerdos me llevan hacia el interés de mi hermosa hermana Dora María, aprecio que desde que era un chiquillo deseaba que me preparara, pero preferí ir a realizar tareas de carácter manual y luego ejercer trabajo en la tienda de don Víctor Landa López, oriundo de Tepetlán, establecida en la calle de Revolución número 56 donde crecí como joven, pero dedicado a ejercer la fuerza física todos los días».
Sus últimos artículos estuvieron dedicados a la memoria de sus amigos: María Dolores Flores Morales, Delfino Trujillo, Fidela García Rivera y Julián Yunes Suárez. De estos últimos cuatro personajes, dos llamaron mucho mi atención, sobre todo porque murieron en circunstancias similares: María Dolores Flores Morales y Delfino Trujillo murieron en accidentes de auto. El profesor Zúñiga recordaba detalles precisos de esos accidentes, los recordaba como una injusticia, pues circunstancias ajenas a ellos les habían arrebatado la vida.
«Recuerdo al maestro Delfino Trujillo González porque se vio dedicado a servir a los jóvenes y adultos, porque él mismo era un especialista en apropiarse del conocimiento. Me parece que esas fueron sus características principales; hablando con sinceridad sus alumnos nunca pensaron que muriera por un accidente del que nadie se responsabilizó».
Decía Guillermo Zúñiga que la existencia hay que entenderla para saber sus motivos. Los últimos esfuerzos literarios del profesor los ocupó para recordar a esas personas que por sus méritos se habían ganado el privilegio de mantenerlos vivos en nuestra memoria.
Hoy vuelvo a recordar esa caminata por las calles de Coyoacán, Enrique Z. Mercado y Chapultepec. Era domingo e iniciaba febrero. En la lejanía se podía ver el puente Chedraui Caram, ya el sol se ocultaba. A esa misma hora, el 28 de febrero regresaba de Boca del Río con Guillermo Zúñiga. Sabía que el maestro estaba enfermo. Pero había algo en él que nos impedía pensar en la muerte. Me pasaba lo mismo con mi amigo Roberto Williams.
Hay hombres que son como árboles gigantes que dan sombra, que dan frutos; como árboles gigantes a los que acudimos para buscar refugio y alimento. Nos es difícil imaginar que algún día esos árboles enormes dejen de dar sombra, dejen de dar frutos. El profesor Guillermo Zúñiga murió el 23 de abril de 2015, el mismo día que lo hizo Cervantes. Pero la sombra refrescante de Guillermo Zúñiga todavía nos cubre; sus frutos todavía nos nutren.
Armando Ortiz aortiz52@nullhotmail.com