El domingo 5 de mayo, como una centella, cayó la cuenta pendiente del corazón sobre el periodista Tomás Carrillo Hernández, todo un reportero legendario en la Cuenca del Papaloapan, desde donde manejó durante tantos y tantos años, lleno de enjundia por el oficio, la información de esa zona candente.
La noticia sobre su sentido fallecimiento cundió entre sus amigos y colegas -que es decir lo mismo en el caso de los comunicadores verdaderos-. De todo el estado, desde el centro del país, empezaron las llamadas de sorpresa y condolencia, porque nadie imaginaba que Tomás, el gran Tomás, ya había mandado su última nota como corresponsal de los noticieros de Radio y Televisión de Veracruz, en donde era uno de los mejores y más antiguos.
Apenas el sábado 29 de abril, una semana antes, platicaba sobre él con su hijo, Tomás Carrillo Sánchez, y me decía que su padre siempre le había advertido sobre lo difícil que era la profesión de reportero; difícil y peligrosa, porque había que tener mucho cuidado en lo que se publicaba. Y más en pueblos pequeños. en donde te encontrabas y tal vez tenías que enfrentar a la vuelta de la esquina a todo aquel que hubieras criticado o señalado por la comisión de algún error o algún delito.
Tomás Carrillo hijo, sin ser el primogénito, sí era el hijo que llevaba su nombre, y el que más se le parecía en lo físico. Y diría que el más cercano, sobre todo en el sentido de que fue el que mejor abrevó la sabiduría de su padre; sabiduría de reportero que no es decir poco.
Duro trance para él perder a su querido padre en un momento crucial, en plena campaña para presidente municipal de su pueblo, cuando el show de la política deberá continuar a pesar del dolor y la nostalgia.
Pero regresemos al padre ido, al colega que se nos adelantó como del rayo -que dijera el poeta Miguel Hernández-: como corresponsal de radio y televisión, siempre fue inconfundible con su acento indeleble, su estilo de decir o escribir las cosas, y la precisión de sus comunicados.
Para los jefes de información y de redacción, tener de corresponsal o reportero a Tomás Carrillo era una verdadera bendición, porque no había necesidad de corroborar sus datos precisos, no se tenía que corregir nada de su sintaxis precisa y cumplida; las cabezas para sus notas surgían diáfanas desde el primer párrafo; las respuestas a las preguntas quien, cómo, cuándo, etc., siempre estaban respondidas.
Seguramente su antigua máquina de escribir y su moderna computadora ya están extrañando el trabajo febril de Tomás. En aquella mesa de trabajo de su casa de Cosamaloapan habitará para siempre el eco del repiqueteo sobre el teclado; de su voz fuerte y precisa, tropical como ninguna otra, con la que pasaba las notas por el teléfono.
Lo vamos a extrañar, como se extraña a los compañeros que se van desgajando con el paso de los años que, ay, cada día son más.
Pero no nos dejemos llevar por la pesadumbre, porque Tomás Carrillo vivió a plenitud su oficio de comunicador.
Gloria al reportero que hoy ha pasado al umbral de la historia. Las musas lo inspiraron. No será olvidado.
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