De Jean Baptiste Alphonse Karr «Nos gusta llamar testarudez a la perseverancia ajena pero le reservamos el nombre de perseverancia a nuestra testarudez». Camelot

LOS GRANDES CAFES

Uno puede deambular por el mundo, caminar sus calles, observar a la gente de otros países, verles amanecer y caminar a las prisas, ya sea rumbo al trabajo o a la encomienda mañanera presente, pero al mediodía, o a la hora que se pueda, uno encuentra los cafés atiborrados, llenos de vivencias, de gente que disfruta el aromático sabor o la charla entre contertulios, las charlas de los políticos o los chismes de lavadero. Hace cosa de nada, una amiga me envió un correo donde se ven los cafés más afamados del mundo. En estampas de pintura o en retratos a la Van Gogh o Matisse. Preciosos. Únicos. Al lado de esas estampas se ven los mercados de flores, los días lluviosos cuando más se antoja tomarlo, bien abrigados y con las bufandas al cuello. Cada que se puede, uno camina por ellos. No he visto tantos cómo quisiera, pero cada que debo me meto a ellos. A La Parroquia en Veracruz (aunque ahora hay como diecisiete mil), o a los Italian Coffe de mi aldea, o al mismo Starbuck, que vende el café más caro del mundo, como si fuera de la misma Colombia, o al mismo Café de la Paz en Francia (Café de la Paix), En el Distrito IX, en el cruce del bulevar de las Capuchinas y frente a La Ópera, donde una vez al interior vi un ratoncito correlón y pensé que esas eran cosas de nuestros pueblos, donde los ratones deambulan y corren como Speddy González rumbo a las cocinas, a ver que se tentonean. Aquella vez le dije al mesero, en mi idioma silvestre y casi a señas, porque el francés no se me da, que allí andaba un canijo ratón, levantó los hombros cómo diciendo ni modo, y le di vuelta a la página. En Montmartre puede uno tomar un café al pie de ese parque llamado ‘plaza de los pintores’, donde están fijos esos artistas ofertando sus cuadros al mejor postor. Esa era estampa viva de cuando los grandes pintaban al pie de la Basílica del Sagrado Corazón (Basílica del Sacré Cœur), la que está en la cumbre y desde allí se ve el París de siempre. Picasso, Renoir, Modigliani, Van Gogh vivieron en ese barrio muy pobres, quitando a Tolouse Lautrec, que era el adinerado de los pintores. Desde cualquiera de esos restaurantes y brasseries aledaños se disfruta un buen café con el mejor paisaje.

EL DE BUENOS AIRES

Hay uno que me gustó mucho. Está en Buenos Aires, el Gran Café Tortoni (1858). Es más viejo que Kamalucas, un filósofo de mi pueblo, 150 años. Dentro de él se respira vivencia y quietud y mucha historia. ‘Se acoda en las mesas, cordial habitué’, dice uno de sus mensajes. Vitrales al techo, lámparas antiguas, sillas ad hoc (¿Qué demonios será ad hoc?), mesas pequeñas, redondas, de mármol y madera como las de la Parroquia. En las paredes cuelgan cuadros antiguos. Allí todo es antiguo, hasta uno envejece al entrar. Lleno de un pasado que vive el presente. Una gran barra con una caja registradora antigua. Poco se sabe de sus orígenes, pero allí cafeteaban artistas, intelectuales y poetas. Todo en él es antiguo, viejo pero muy bien conservado. Los meseros en sus trajes oscuros y sus pajaritas al cuello, caminan kilómetros en el día por servirte un café, o un bocadillo de croissant. Entrada impresionante, en su fachada placas conmemorativas, en esa calle de Avenida de Mayo 825/29. A la izquierda, dentro de él, hay unos viejos jugando al dominó, muy al fondo, algunos están tan viejos que parecería que la muerte se olvidó de ellos. Oh, si esas mesas hablaran. Otro ritual al lado, unas figuras en cera tamaño natural del gran Borges, de Carlos Gardel y de Alfonsina Storni, su poetisa, aquella de Alfonsina y el mar (te vas Alfonsina con tu soledad, que poemas nuevos fuiste a buscar), la que se suicidó en Mar del Plata arrojándose de la escollera del club argentino de mujeres. En ese sitio, cuando les visitaba de España, ese café Tortoni vio el resplandor brillante de la poesía de Federico García Lorca, de Julio Cortázar, Ortega y Gasset y del músico Arturo Rubinstein. Café lleno de recuerdos y grandes remembranzas, a la salida, para presumir que allí se estuvo, venden los souvenirs de tazas, el café mismo en bolsitas de hule bien rotuladas, y chácharas del mítico café argentino. Hay que comprar una para vanagloriarse que allí se visitó, como cuando Borges quizá haya escrito en esas cuatro paredes algunos de sus inmortales textos.

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