Si el gallo de doña María no hubiese sido tan violento, seguramente hoy no lo tendría en la mira del charpe. A esa distancia no podía fallar el tiro. “Pedro”, el gallo de doña María, ya estaba muerto, solo que él no lo sabía. “Pedro”, el gallo de doña María en franco reto me clavó la mirada y dibujó con su pico una sonrisa burlona. Sin duda “Pedro” me estaba provocando. En otras ocasiones “Pedro”, me habría correteado como siempre lo hacía, pero hoy que lo tenía en el cruce de la horqueta del charpe se sentía en desventaja, las circunstancias estaban diferenciadas. Si alguien tendría que correr, por supuesto que sería “Pedro” el gallo. Me volvió a mirar “Pedro” el gallo como resignándose a su muerte, los humos de gran señor lo habían abandonado. Sin embargo, con el último rescoldo de orgullo que le quedaba a “Pedro” el gallo, se quedó quieto y mudo. Me perlaba la frente escurriendo el sudor hacia los ojos con ese peste único que tiene la adrenalina. Pero era la gran oportunidad de matar a “Pedro” el gallo, y no la desperdiciaría. Buscaba el equilibrio sin rebasar el punto de quiebre, no debía estirar más los hules del charpe para evitar un error. A partir de hoy, “Pedro” el gallo no me volvería a molestar. Todos temíamos a “Pedro” el gallo por su ferocidad. Una vez “Pedro” el gallo, correteó a don Liborio, y don Liborio tuvo que meterse a la tienda de quesos para evitar los picotazos de los que muchos de nosotros ya sabíamos. Por varias horas don Liborio no pudo salir de su refugio porque “Pedro” el gallo estaba echado enfrente y espoloneaba feroz el polvo y las piedras de la calle. Ese día tuvo que ir doña María por “Pedro” el gallo dando el indulto a don Liborio. Lalo Cervantes también fue correteado por “Pedro” el gallo y corrió metiéndose en el establo junto al pesebre de su caballo. La gente llamaba al caballo de Lalo Cervantes: “El Pura Sangre”. El apodo del caballo de Lalo Cervantes, no era por su fineza, sino porque el animal siempre amanecía con sangre en el pescuezo mordido por los murciélagos que lo sangraban a más no poder, pese a los menjurjes y rituales del brujo petacón del pueblo. “Pedro” el gallo, además de bravo, sin duda era un aristócrata al más viejo estilo de las “Europas”: vestía de blanco, su plumaje era blanco; barba roja, ojos mar azul, cola esponjada de corte diamante, pecho salido, cabeza alzada “punta cielo” como si portara una corona en sus sienes, por eso digo que “Pedro” el gallo era para todas las especies, incluido el hombre, un señorón. Afirmo que era un señorón, un presumido señorón al que solo le faltaban el bombín y el bastón, quizás también le faltaba un puro de tranca enrollado en la bullanguera isla de Cuba. Caminaba “Pedro” el gallo por las calles lodosas como si se deslizara en la alfombra roja en donde se reciben lisonjas y aplausos. Marcaba “Pedro” el gallo la pezuña en la tierra vaporosa, se campaneaba al caminar, y miraba por arriba de su hombro a todos aquellos que consideraba inferiores y vasallos de su gran estirpe. Hay dos cosas que me molestan en la vida, le dijo “Pedro” el gallo a la gansa de doña Raquel: la discriminación y las especies baratas que no me explico por qué Darwin no las suprimió. ¡Estás muerto!, dije calladamente a “Pedro” el gallo estirando más el charpe. Fue en eso que oí el susurro de la voz de doña María a mis espaldas diciéndome: ¡si matas a “Pedro” el gallo, le diré a tu abuela Federica quien mató a Elvira, su totola, de una pedrada el día de la fiesta de Santa Bárbara! Guardé el charpe y pensé: usualmente las palabras de una mujer son las correctas. Gracias Zazil. Doy fe.