No era amigo de José Luis Cuevas, pero sí lo conocía, tuve oportunidad de estar cerca de él cuando se puso en marcha en El Tajín, aquel muy afortunado programa ‘Veracruz en la cultura’, puesto en marcha en el gobierno de Dante Delgado y dirigido por doña Ida Rodríguez Pramprolini, que era la directora general del IVEC. Esto fue en el año de 1989.
En anteriores ocasiones narré como a Gustavo Filobello Niño y a un servidor, se nos encargó atender desde una oficina del Gobierno del Estado a un grupo de intelectuales y personajes destacados del mundo del arte y de las letras que vinieron a Veracruz invitados para atestiguar los alcances de tan ambicioso programa. Entre ese grupo de gente destacada se encontraba precisamente José Luis Cuevas, un hombre con el que se pudo armar buena chorcha a partir de una actitud muy alivianada de Cuevas, alejada totalmente del ‘sacrosantismo’ del que se suelen revestir muchos de estos personajes.
Y lo segundo que recuerdo del pintor, aunque no estoy muy seguro de otorgarle tal adjetivo, para mí Cuevas no era precisamente un pintor clásico en el más amplio sentido de la palabra, es decir, de lienzo, paleta, pincel, espátula y caballete, era más bien y según yo, un dibujante, a lápiz, grafito y a la tinta, grabador también, escultor e inclusive hasta diseñador de bocetos que realizaba con magistral destreza y genialidad, por supuesto, y que salidos de su lápiz se convertían en una obra de arte. Pero volviendo a la segunda impresión que guardo de él, es que era como una especie de viejo lobo de mar, relamiéndose los bigotes, una suerte de cazador que siempre andaba como a la búsqueda de una presa, y me refiero a lo que seguramente ya adivinaron cuando hablo figurativamente de una ‘presa’, por supuesto me refiero a una dama.
Y es que el hombre era fino para detectar el atractivo de una mujer, la recorría de la cabeza a los pies, como escudriñando, como queriendo adivinar, con los ojos entrecerrados, la mirada un tanto traviesa, vidriosa y que cuando le era presentado a la dama según la ocasión, le extendía la mano al tiempo que le decía algo así como: “José Luis Cuevas a sus pies”, con esa voz aterciopelada, de ademanes caballerosos a la vieja usanza, como invitándola a dar una vuelta. Para qué más que me apantallaba el afamado ‘gato macho’ con esas finas maneras seductoras, entre otras cosas también por sus aventuras amorosas de las cuales daba cuenta, con pelos y señales y muy quitado de la pena –yo me preguntaba: ¿y de esto qué dirá doña Bertha, su en aquel entonces esposa?-, domingo a domingo en la columna ‘Cuevario’ que primero escribía en el Excélsior y después continuó haciéndolo en El Universal. No me las perdía, era un contumaz lector de su deslumbrante prosa, que luego resultó que en realidad él no era el autor, tenía lo que se llama un ‘ghost writer’, pero de esa polémica hablaré en otra entrega.
Como quiera, Cuevas me agradaba porque era la personificación misma de eso que conocemos como ego. Se construyó a sí mismo abriéndose paso entre las esas sí ‘vacas sagradas’ del muralismo y de la pintura nacionalista mexicana, que habían marcado el camino del arte pictórico nacional con un ‘antes de nosotros nadie y después tampoco’, era su estilo y nada más. Si acaso por ahí Rufino Tamayo, Chávez Morado, y quizá otros dos o tres, pero párenle de contar. Según Cuevas, los muralistas eran como una mafia, tenían acaparado todo el ambiente del mercado del arte en el país. Y para combatir a estas figuras no había mejor antídoto que Cuevas, que era ácido, corrosivo, irónico, sarcástico, perverso cuando lo tenía que ser, dotado de un fino humor negro, inteligente, socarrón, mordaz, divertido, ligero y también muy locuaz, atributo propio de la genialidad.
Tengo una asignatura pendiente que debo confesar, voy mucho a la ciudad de México, soy frecuente de los museos, galerías y salas de arte, pero aún no conozco el museo ‘José Luis Cuevas’, que me han dicho que vale la pena desde por la casona del centro histórico en que está alojado hasta la colección de arte que alberga, con obra de Cuevas y de otros artistas que él fue acopiando a lo largo del tiempo. En mi próximo viaje sin duda lo visitaré. Descanse en paz el terrible ‘gato macho’. Hay duelo en el arte de México.