Los historiadores de la industria automotriz coinciden: Aurora es el auto más feo. Hay unanimidad. Sus desproporciones, sus deformidades, su fisonomía, su voluminosidad, su apariencia. Es un despropósito. Ante los ojos, el resultado de un concepto desafortunado que aunó -tal vez como nunca antes- el criterio de los diseñadores sobre cómo no hay que hacer un automóvil. Pero el Aurora es ambiguo, así como su creador. Y aunque profundamente antiestético, también fue contracultural, visionario y bienintencionado: su fealdad tenía un motivo.
Alfred Juliano inventó el Aurora. Fue un hombre peculiar guiado por dos pasiones antagónicas: el amor por los autos y la fe en Dios. Mientras realizaba el seminario para rendir servicio a la orden católica, se inscribió en un concurso de jóvenes talentos del diseño patrocinado por General Motors. Juliano ganó la oportunidad de estudiar bajo la tutela de Harley Earl, jefe de diseño de la marca y creador del Chevrolet Corvette. Pero no lo hizo: al parecer sus vocaciones no eran compatibles. Eligió terminar sus estudios sacerdotales, entregado a su ministerio pastoral en una pequeña congregación de Brandford, Connecticutt.
Tiempo después, ya convertido en el Padre Juliano, retomó su hábito automotor: quería desarrollar el primer vehículo experimental de la historia del automóvil. Su nombre obedecía a la advocación mariana a la que era devoto. La esencia de Aurora estaba cargada de espiritualidad. Fue concebido como un vehículo que priorizaba la seguridad y el confort. Allí su perfil contracultural: contradecía la tendencia de una industria dedicada a la potencia, a la adrenalina, a las prestaciones.
Su propósito fue evangelizar. Pretendía abastecer a las grandes compañías con la revolución en términos de seguridad y prevención. Sus ideas fueron premonitorias. Sus visiones -allí el criterio bienintencionado- convencieron. Aurora incorporaba herramientas hoy medulares: cinturones de seguridad en las cuatro plazas, barras laterales antivuelco, columna telescópica de dirección, instrumentación acolchonada sin ángulos. El paragolpes delantero estaba pensado para absorber al peatón en caso de atropello. Su carrocería de fibra de vidrio rellena de espuma asimilaba los impactos. El techo era una impresionante cúpula panorámica. Lo que lo hacía técnicamente feo, lo hacía teóricamente seguro.
Pero el auto de Alfred Juliano también exageraba. Algunas de sus características fueron un pecado de diseño y funcionalidad: las butacas delanteras giraban 180 grados sobre su eje para recibir de espaldas un hipotético choque de frente, y el cristal delantero en forma de burbuja que evitaba el impacto con la cabeza en un siniestro de colisión frontal deformaba la visión del camino. Esa curvatura era prácticamente un sacrilegio. No todas sus consignas de Aurora en procura de la seguridad fueron efectivas.
El cura pasó dos años diseñándolo y otros dos construyéndolo. Estaba tan convencido de que había inventado un auto sin precedentes -lo había hecho, a fin de cuentas- que decidió fundar su propia compañía. Invirtió 30 mil dólares para crear la Aurora Motor Company, con sede en Branford, la misma localidad donde ejercía su sacerdocio. Sobre la estructura de un Buick de 1953, concibió un vehículo de seis metros de largo con un impacto visual de repugnancia o, al menos, que inspiraba una crítica de diseño definitiva, común.
La vida de Aurora fue desgraciada. En 1957, lo llevó hasta Nueva York para presentárselo a la prensa y con el sueño de ofrecérselo a las automotrices. El primer vehículo experimental de la historia del automóvil llegó tres horas tarde a la cita. Hacía cuatro años que no se utilizaba: tenía el circuito de combustible tapado. En su viaje a destino, se estropeó quince veces y tuvo que ser remolcado. Pero su cualidad para generar efecto inmediato estaba garantizado. Aurora causó sensación, su aspecto fue interpretado como futurista. Pero no fue su eventual componente antiestético lo que decretó el fin de la devoción del Padre Juliano.
Aurora costaba doce mil dólares: un precio que cubría los costos de producción -la fibra de vidrio elevaba su valor- y dejaba un rédito económico para su creador. Por entonces, un Cadillac Eldorado Brougham, el auto norteamericano más exclusivo, valía tres mil dólares. La fabricación en serie del auto más feo de la historia era inviable. Era el comienzo del fin: no hubo ningún encargo por Aurora, la compañía quebró y el concept car pasó del abandono al resurgimiento. Un coleccionista lo descubrió en un depósito de Cheshire en 1993. Hoy se exhibe en el museo del automóvil de Beaulieu, en el Reino Unido, como lo que es: un auto único, una pieza de culto, la página de una historia singular de la variopinta industria automotriz.
Pero el desenlace para el cura Alfred Juliano fue, incluso, menos feliz. Aurora, la compañía y el creador fueron víctimas de una investigación oficial que buscaba indagar sobre el origen de los fondos que solventaron la aventura. Las autoridades eclesiásticas lo acusaron de apropiarse de las donaciones de los feligreses y lo forzaron a abandonar la orden del espíritu santo. Pero las acusaciones resultaron ser falsas: según las inspecciones fiscales, el cura había invertido todo su patrimonio y había recibido aportes privados con consentimiento de los parroquianos. Derrumbado, Juliano murió leyendo en una biblioteca de una hemorragia cerebral en 1989. Había defendido su honor hasta los últimos días: acusaba a General Motors de promover la denuncia para robarle sus ideas sin pagarle regalías. Las ideas que llevaron a Aurora a ser un auto premonitorio en materia de seguridad, aunque exageradamente feo.