A Isabel Vargas Lizano «le tocó» llegar al mundo en San Joaquín de Flores, Costa Rica, pero desde los 14 años de edad su vida, corazón y coraje renacieron en México, el país que Chavela Vargas tomó como su tierra y cuya música adoptó e interpretó en ambos lados del Atlántico, donde fue referente del folclor nacional.
La «dama de poncho rojo, pelo de plata y carne morena», como la describió Joaquín Sabina en la canción Por el bulevar de los sueños rotos, quizá no escogió dónde nacer pero sí dónde morir, en la ciudad de la eterna primavera, Cuernavaca, Morelos, el 5 de agosto de 2012.
¡Los mexicanos nacemos donde nos da la rechingada gana!», dijo en alguna ocasión tras reafirmar su verdadera nacionalidad, aunque haya nacido en Costa Rica.
Tras una estancia en España se le concedió volver a su México, lindo y querido para morirse en su patria adoptiva y hogar durante 70 años.
Una bronconeumonía acabó por vencer a la indomable Chavela, que a sus 93 años seguía cantando y forjando su leyenda, como en su último mensaje en Twitter que sería casi como una declaración de principios.
Yo no me voy a morir porque soy una chamana y nosotros no nos morimos, nosotros trascendemos», publicó la intérprete de rango vocal curtido con tequila.
Antes de ser una quinceañera ya cantaba en las calles de la Ciudad de México de la década de los 30. En los años 40, a sus 41 primaveras, empezó a hacerlo de manera profesional y lanzó su primer álbum en 1961 hasta acumular 80 discos grabados.
En el México postrevolucionario se hizo amante de la pintora Frida Kahlo (1907-1954) -se declaró abiertamente homosexual en 2000- y su primer éxito musical fue Macorina, que al principio fue prohibida aquí y que fue convertida por la entonces activa guerrilla hispanoamericana, en su himno.
Célebre como sus amistades mexicanas –Frida Kahlo, José Alfredo Jiménez, Agustín Lara, Diego Rivera, así como los españoles Pedro Almodóvar y Joaquín Sabina– Chavela revolucionó la música mexicana y no sólo con su aguardentoso cantar sino con un atuendo poco femenino para su época, pantalón, jorongo y una pistola en el cinturón, por si se ofrece.
Estaba convencida de que su muerte iba a ser dulce y hasta dijo: «Así soy yo. Voy a detener mis pasos una mañana temprano, o un atardecer, como quiera, no me cuesta», vaticinó en un encuentro con medios de comunicación en su casa.
Ahí hizo una última petición ser despedida con esa canción popular mexicana que tantas veces cantó e inmortalizó: «Tápame con tu rebozo, Llorona, porque me muero de frío».
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