Este martes 19 de septiembre, apenas trece días después del sismo de 8.2 grados que asoló Chiapas y Oaxaca, nos tocó el infortunio de ver repetirse la tragedia que 32 años antes, justo en esa misma fecha, devastó amplias zonas de la Ciudad de México, dejando un saldo de 20 mil personas fallecidas y varios centenares de edificios colapsados.
Si bien los daños del sismo de esta semana, fue infinitamente menor a los del 85, para quienes perdieron a un ser querido, se quedaron sin casa o sin sus pertenencias más preciadas, el dolor ha sido el mismo.
El único consuelo para nosotros, ha sido corroborar que la solidaridad de la gente sobrevive a todas las desgracias y yerros de los últimos años, y que la conciencia sobre los riesgos y la capacitación de cómo enfrentarlos es infinitamente mayor que la de 1985.
Hace treinta y dos años, cuando los capitalinos tomaron a su cargo, la responsabilidad del rescate de las personas atrapadas en los derrumbes, no tenían mayor información de cómo actuar y menos aún de cómo llevar a cabo el rescate de las víctimas.
En una megalópolis, caracterizada por el individualismo y la indiferencia, el dolor de las miles de víctimas atenidas a su suerte debido a la falta de respuesta gubernamental en los primeros momentos, consiguió el milagro de motivar el sentimiento más noble y sensible del ser humano, la solidaridad ciudadana.
Las muestras de heroísmo y solidaridad entre la gente, en aquel clima de luto y desesperación, hicieron que por primera vez, la sociedad civil ganara liderazgo y legitimidad. Paradójicamente, al pretender minimizar lo sucedido ante el exterior, por el mezquino temor de perder la sede del mundial de futbol el año siguiente, el Presidente de la República Miguel de la Madrid perdió una oportunidad histórica, al no acompañar a la gente ni ponerse al frente del rescate de las miles de víctimas.
Las respuestas gubernamentales iniciales, dominadas por la visión autoritaria de negar los hechos y pretender imponer sus decisiones, evidenciaron la inoperancia del régimen y su falta de legitimidad para gobernar a una sociedad que despertó de pronto de su prolongada mansedumbre.
En unas cuantas horas, la gente se dio cuenta de que su destino no podía depender de un gobierno indiferente, sino de su propia capacidad de organizarse como sociedad, para obligar a cambiar al gobierno que no cumple su función primordial: garantizar la seguridad de sus ciudadanos.
Semanas después, ni la expropiación de los predios, ni las muchas comisiones que se crearon para enfrentar la emergencia, fueron suficientes para convencer a la gente de que las viviendas serían construidas. La imagen de las instituciones públicas había caído por los suelos, igual que la confianza de la sociedad en el gobierno.
Después del temblor, el régimen político tuvo que pagar un alto precio por los errores cometidos. Frente a un movimiento social fortalecido y ampliamente legítimo y una sociedad desencantada por la ausencia inicial del Presidente de la República, la falta de apoyo de las autoridades en los días que siguieron, y la corrupción de funcionarios públicos con la ayuda internacional, que nunca llegó a las víctimas, hicieron el resto.
La gente no olvidó. Su castigo al régimen fue la pérdida de votos en la siguiente elección federal. Faltando menos de un año para la sucesión presidencial, la enseñanza del despertar ciudadano ante los sismos de 85, debiera motivar a los que están por irse y a los que aspiran a llegar, que pongan desde ya sus barbas a remojar.

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