*Camilo José Cela: A los padres, a los alcaldes, a los reyes, se les honra con el recuerdo; a los escritores, no basta, hay que seguir leyéndolos”. Camelot.
AMANECER EN MADRID (DIA UNO)
El GPS del avión enruta el camino. Vengo a Madrid, donde hace un par de años no venía y eso va en contra de cualquier religión que se profese. La mía, al menos, me decía que cada año hay que hacer una peregrinación al Liabeny, el hotel al que llamo la Embajada de México en Madrid, porque allí pululan mexicanos y veracruzanos de muchísimas partes del país. Y veo a Pedro, el mejor Concierge del mundo. Por la mañana en Veracruz trepo a un Embraem, los aviones chiquitos de Aeroméxico, esos aviones brasileños muy cómodos. En menos de una hora nos hace aterrizar en Ciudad de México, donde se aproxima año de elecciones, el que viene, y donde la capital cruje y aún permanece en duelo por los sucesos del temblor. Es un jueves de media semana, voy de pisa y corre, como hacen los Yankees y los Dodgers, que perfilan a la Serie Mundial, aunque todo puede suceder, escasamente una semana y no crean que vengo de réferi a arreglar el asunto feo independentista entre el llamado Puigdemont (Pokemon) y Rajoy, que al parecer se tardó pero aplica la Constitución y pone las cosas en orden, en esos días nebulosos donde sacudieron a Europa y a toda España la convulsionaron por el grave asunto de secesión, tema que abordan los grandes escritores españoles, uno de ellos, quizá el mejor, Raúl del Pozo, el sucesor de Francisco Umbral en la contraportada del diario El Mundo de España. Que en su artículo de ayer nombra a los secesionistas como los Bribones de Dios, y cuenta: “Dios es, a veces, refugio de los bribones, como la Patria”. Todo porque una cuarentena de Curas catalanes quisieron hacerle al Cura Miguel Hidalgo que todos llevan dentro, y gritaban Independencia. Ese golpe de estado sacó a las calles a millones de españoles, y también catalanes, que desde que tienen uso de razón quieren ser independientes, no todos, pero dan guerra. Vengo pocos días, que debo aprovechar. En Ciudad de México el aeropuerto tiene algo de movimiento. Se exhiben maquetas de lo que será el Nuevo, la obra cumbre del gobierno de Peña Nieto, que entregarán en algunos años, cuando él ya no gobierne. Hay una nueva sala de tiendas Dutty Free, las acercaron adonde se unen los vuelos nacionales y los internacionales. Se ve gente de todas las razas. Desde hindús hasta japoneses, es un aeropuerto que mueve gran pasaje, y que hace que el turismo le dé al país divisas frescas, en momentos que apretamos aquellito por las locuras de Donald Trump y amenazar el TLC, mientras México y Canadá se mantienen unidos. Vuelo en un Airbus 787, de los grandes, cruzaremos el Atlántico en unas once horas, la ida siempre es más corta, quizá el regreso sea de doce o trece horas, dependiendo los vientos. Debemos enrutar rumbo a Nueva York y la parte de arriba de Halifax, en Canadá, para dar vuelta y entrar al Océano Atlántico, en Halifax, el sitio donde hay muchas tumbas de aquellos fallecidos del gran trasatlántico llamado Titánic, al que, sus armadores y creadores, lo publicitaban como el barco que no lo hundía ni Dios. Y así fue. Dios andaba entretenido en otras cosas cuando los vigías se descuidaron y un gigantesco Iceberg hundió al barco inhundible. En Halifax fue el punto más cercano donde desembarcaron con los heridos y los muertos, y allí fueron sepultados muchos de esos que venían buscando la América en los compartimientos de tercera, donde los pobres venían casi como grumetes, hacinados, mal comidos, con puertas cerradas herméticamente para que no molestaran a los de primera, a los ricos Vanderbilt y aquellas familias pudientes que estrenaban ese Titánic, según se relató muy bien en la película de Leonardo Di Caprio. De Halifax meternos al mar y volver a tocar tierra al parecer por Portugal, bella y señorial, como la Lisboa antigua y preciosa, llena de encanto y belleza, que cantaban los Churumbeles de España.
Llegar al aeropuerto Barajas-Adolfo Suarez-Madrid, el de siempre.
EN VUELO
A una atura de 12 mil metros, casi como cantaba Cornelio Reyna, a 38 999 pies, a velocidad de mil kilómetros por hora recorremos los 11 mil kilómetros de Ciudad de México a Madrid. Con viento de frente de 109 kilómetros, según indica el GPS. Escribo estas líneas a medio camino de vuelo. Debemos llegar la madrugada de México, cuando en Madrid sea casi la hora de irse a comer. 7 horas de diferencia, según el huso horario. No ha habido turbulencias, escasas algunas, por el momento tranquilos. La comida de siempre, simplona, una pasta o un pollo, una ensalada, los refrescos y los cafés y una hora y media antes de llegar unos huevos que no saben a nada, así es la comida de los aviones, o sea ni quejarse.
Llegar, recoger el equipaje, tomar un taxi y que el chofer nos lleve a la calle de Salud 3, donde está el Liabeny, en la zona del Carmen y Sol, donde son las grandes manifestaciones y donde lidera una de las muchas tiendas del Corte Inglés, y la primera y antigua tienda del Real Madrid, donde Hugo Sánchez, el más grande mexicano que ha parido el futbol nuestro, vino un día a demostrarles que no nadamás en México las enchiladas y el mole eran buena materia prima, tuvimos el mas grande jugador, que aún a estas fechas tiene records que Cristiano Ronaldo abate, pero Hugo fue grande, como me dijo alguna vez de hace tiempo, un taxista en Santander: “¡Ese chaval era cojonudo!”.
Y con eso dijo todo.
Mañana les cuento un poco más.