Los dos últimos años de la vida de mi padre, fueron tiempos de un acelerado deterioro en su estado de salud general, situación que se vio agravada principalmente por una diabetes que, finalmente, le pasó factura. A pesar de todo, fue una enfermedad relativamente benigna con él porque le permitió vivir hasta los 89 años –falleció pocos meses antes de cumplir la novena década-, con pocos episodios de complicaciones en otros sistemas orgánicos que comprometieran su salud severamente como la pérdida de la vista, que por supuesto la tenía muy disminuida, pero nunca al punto de una debilidad visual grave, en el sistema renal o complicación vascular que pusiera en riesgo alguna de sus extremidadades.
En sus casi noventa años de vida, muy a su manera mi papá vivió, disfrutó de la vida, comió lo que quiso –los antojos eran una de sus grandes debilidades-, y su familia fue ante todo lo primero, a pesar de las altas y bajas que se dan en la mayoría de los matrimonios. Murió un año después de que falleció mi madre, cuando su organismo finalmente cedió al implacable paso del tiempo. La vida de mi padre rozó lo legendario en razón de todo lo que vivió a lo largo de su vida. Desempeñó cualquier tipo de oficio hasta que, muchos años después, encontró su vocación como dirigente del sindicato de empleados municipales del ayuntamiento de Córdoba, cargo que desempeñó hasta unos tres o cuatro años antes de morir.
Formó con mi madre un ensamble muy típico de los matrimonios de antaño. Mientras él se dedicaba a la vida laboral, ella a la responsabilidad que implicaba criar a una prole numerosa, fuimos once en total, de los cuales finalmente sobrevivimos nueve. Nunca se asumió como el patriarca de la familia, en realidad en casa se vivía una especie de matriarcado porque mi madre era una mujer de pocas palabras, claridosa, ella llevaba la casa y la que imponía el orden establecido. En favor de él diré que era un hombre solidario, con una cultura general notable, su principal fortaleza tal vez, cosa que lo hacía ser un hombre respetable, siempre tenía una respuesta reflexiva ante cualquier interrogante que se le planteara, dueño por si fuera poco de una inteligencia natural y de una bella y envidiable caligrafía, con una ortografía sin la menor tacha.
Total, que lo que quiero platicar es una de las últimas experiencias que tuve con él unos meses antes de morir, es un recuerdo grato, va. Un fin de semana me trasladé a mi pueblo con el fin de ver a mi papá y pasar unas horas haciéndole compañía en la casa familiar en donde vivía con uno de mis hermanos mayores. Mi madre tenía algunos meses de que había fallecido y él pasaba la mayor parte del tiempo al tanto de la televisión escuchando y medio viendo los noticieros. Para eso su organismo se había vuelto muy frágil en razón de que había perdido fuerza para caminar y con frecuencia se caía, ya no salía de casa por lo que traía el cabello largo y desaliñado.
Presintiendo esa situación en cuanto a su cuidado personal, me llevé de Xalapa los instrumentos de trabajo con los que suelo dar mantenimiento a la escasa capilaridad superior, es decir, una cortadora eléctrica, rastrillo y crema para afeitar. La cosa es que al otro día de que llegué, previo al baño matutino, le dije que le iba a cortar el cabello, lo iba a rasurar y, en general, de que le iba a dar mantenimiento personal. Mi padre se puso contento porque seguramente en la senilidad que a pesar de todo nunca le afectó la razón ni la memoria, ha de ver recordado que en sus años mozos uno de los primeros oficios que aprendió y desempeñó en su vida fue precisamente el de peluquero, cosa que nunca olvidó porque cuando fuimos chamacos mis hermanos y el que esto escribe, seguido nos pasó a la báscula con un corte de pelo de lo más tradicional como los que se acostumbraban antes. Qué cosas tiene la vida.
Finalmente, muy motivado se sentó frente al espejo para que, convertido en fígaro, le cortara el cabello, le recortara los pelos de las orejas y lo rasurara. Mi papá estaba feliz, se le veía en la cara, por supuesto que cuando le terminé de cortar el cabello y le afeité la parte baja de la parte trasera de la cabeza, le acerqué un espejo como de retrovisor para que viera cómo le había quedado alineado el pelo de atrás, lo que le gustó porque asintió con la cabeza y una discreta sonrisa reflejada en el rostro, y yo me sentí verdaderamente satisfecho y afortunado de servir a mi padre ese día cuando fungí como su fígaro personal y a domicilio.
El pasado 12 de octubre fue el día de su santo, sirvan estas líneas para evocar a su memoria.
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@marcogonzalezga