En cuestión de debilidades culinarias, me decanto por toda la comida preparada con dedicación y esmero, una buena sazón e ingredientes de primera, con eso me basta. Me ufano y lo digo para quien quiera creerlo, y ponerme a prueba, me gusta todo, desde lo muy “fifí” como dijera aquél, hasta unos buenos quelites –muy mexicanos- simplemente cocidos con un poco de epazote, chile verde y sal. Los tacos de quelites cocidos con una tortilla recién sacada del comal no los cambio por nada, y de esos me puedo zampar tranquilamente unos 5, de una tortilla más o menos del tamaño de una palma de mano digamos que de tamaño normal.
Tratándose de buena comida no le hago muecas a ninguna. Cualquier carne, menos de culebra, tortuga y toche (armadillo), más por un prurito conservacionista que por gusto. El pollo, del que me como desde el pescuezo hasta las patas, pasando por las crestas de gallo, el corazón, la molleja y el hígado. La res, el cerdo por supuesto, el borrego, chivo, alguna vez comí caballo, en fin, y de las verduras, vegetales, leguminosas y las frutas ni se diga. Y ahí le paro porque no quiero que vayan a pensar que es presunción, pero no, la verdad es que, humildemente, el ser omnívoro lo considero una virtud.
Y ya hablando de cocinas, en este orden pondría mis preferidas: mexicana, española, árabe, china y japonesa. Pero más allá de que de la mexicana le entro a todo en lo que toca a nuestra cocina regional, reconozco que tengo una debilidad muy particular por la cocina española. Ese son no me lo toquen porque no respondo. Y de toda la vida me ha gustado, quizá porque en casa mi madre preparaba una fabada extraordinaria, en la que el toque –su toque- se lo daba un hueso de jamón de El Borrego, troceado, del que había que chuparse la medula y saborear el cartílago superior del fémur. Otra cosa. Y bueno, en estas fechas navideñas tengo una tía que prepara un bacalao a la vizcaína de verdad insuperable, como mandan los cánones, nadando en un buen aceite de oliva extra virgen.
Hace unos días comenté en estos mismos espacios de este su portal, que en Xalapa se come muy buena comida española. Mencioné a los restaurantes con los que cuenta la capital en donde se puede paladear buena cocina de la Madre Patria. Todos son, la verdad, excepcionales, pero hay uno en especial al que un servidor en particular considera que está por arriba de los otros, y me refiero a La Paz de María de Laureano Martínez Sánchez, ese breve espacio de la placita Araucarias en donde se come la que para mí es una cocina española de primera. Por supuesto que no he probado toda su amplia carta, pero lo que ya, lo recomiendo porque cumple con todos los estándares de la mejor cocina española.
A lo anterior habría que agregar el don de gentes de su propietario, su muy buen gusto y conocimiento de lo mejor de la cocina española de pueblo, que es muy buena y refinada, y a los ingredientes que utiliza para la preparación de los platillos de su carta, más muy buenos caldos, tintos sobre todo, licores y preparados, la mejor chelada que podría usted probar la preparan las manos expertas de Moi, su mesero de cabecera –todos sus meseros son muchachos atentos, lo que pasa por su chef, mi tocayo y su ayudante-. Si se da una vuelta por ahí, le recomiendo que pida una chelada de cerveza oscura, para mí es la más paladeable.
Pero miren ustedes, no quería hacer un recuento de la carta de LPM, pero no quiero terminar esta columna sin mencionar algunos de los platos a los que su servidor, con los ojos cerrados les pondría 10. Comenzaré por las tortillas de patatas, que además son una especialidad de quien escribe, pero las de LPM son insuperables, con la papa en su punto, como debe ser, con la cebolla necesaria y, cuestión de gustos, la recomiendo desde tierna, jugosita, hasta la cocida, llegada, vamos. De ahí hay que brincar a la paella y el fideuá, entradas como la morcilla asturiana, o el chorizo, el pulpo a las brasas o a la gallega, los dos tienen una calidad superior, acompañados de la hogaza de pan horneado de la casa.
Quisiera detenerme en los arroces de LPM. Son los mejores de la comarca, servidos en cazuelitas de barro español como se debe. Cualquiera es cremoso, jugoso, en su mero punto. No les recomiendo uno en particular, todos están como para chuparse los dedos. Después de los arroces, regresaría a las entradas como sus famosos “montaítos”, que son unas deliciosas tapas preparadas como en las mejores tabernas de los barrios culinarios madrileños, o sus chuletas de cordero, que también se cuecen aparte y lentamente, y ya para terminar quisiera concluir con sus pizzas cocidas en su horno italiano de ladrillo rojo de leña. Pida usted la que guste, pero si le tengo que recomendar alguna yo me quedo con la de cuatro quesos.
Comer o cenar en LPM es una experiencia que nadie se debe perder.
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@marcogonzalezga