EL MAESTRE HABLA….
Los místicos de todos los tiempos, se han preocupado ciertamente de la búsqueda de lo Divino en el “yo” interno, pero, la misma identificación a la Conciencia Universal, hace que cada uno se encuentre en la humanidad entera y en consecuencia, en Dios. Este es el fenómeno de la Multiplicidad en la Unidad.
El misticismo encuentra su fuente en el reino interior; es de origen “subjetivo”; he ahí su carácter esencial.
Precisemos aun, que se entiende generalmente por “misticismo” todo aquello que en el orden del pensamiento está fuera del método y del conocimiento científico.
Todo ser dotado de una conciencia puede decirse: “Hay dos mundos: yo de un lado y del otro: aquello que queda”. Y aun, teóricamente, nada le impide pensar: “No hay más que yo”. Cuando un hombre ha dormido profundamente y sin sueños, ¿cómo probarle que la suspensión de su vida consciente no era la abolición real del universo, que su despertar no ha recreado las cosas? Y si él soñó ¿no está en el derecho de sostener que sueña siempre y que el universo constituye solamente la forma más común de esos sueños personales?
Eso es lo que podría llamarse subjetivismo absoluto: el reino interior no autorizaría importación ni exportación, por la razón perentoria de que estaría solo, que no habría otro reino con el cual hacer cambios. Opinión, sin importancia por otro lado, que ha sido profesada solo por un pequeño número de filósofos, fastidiosos sin duda, que se divertían confundiendo a sus semejantes.
En sus horas de exaltación religiosa, el individuo considera el sentimiento por el cual ha sido transportado. Alcanza lo íntimo de su Yo, aquello que no pertenece a ningún otro YO. No existen palabras para describir con precisión aquel abismo, ya que las palabras son etiquetas, puestas por convención común, sobre los objetos accesibles a todos. El individuo será impotente para decir, o aun decirse, aquello que encuentra en el fondo de si: lo indefinible, lo incomunicable, el misterio mismo, que se agranda, sin cambiarlo, dándole los nombres de Dios, de Alma, de Infinito; y él aparecerá como una realidad viviente, puesto que ese es el YO.
Veamos ahora el misticismo en su evolución. Jules Sageret plantea La cuestión de la siguiente manera:
-Yo no pondría en evidencia más que un hecho de esta evolución: la separación progresiva de la ciencia y el misticismo. Es preciso regresar hasta Aristóteles, puesto que sus doctrinas han persistido en su esencia a través de la antigüedad, el medioevo y aun el Renacimiento, para no desvanecerse sino ante Descartes. Aun entonces, el gran filósofo griego no ha perdido más que su influencia laica: presidiendo siempre, por intermedio de su discípulo Tomás de Aquino, la metafísica a la cual pertenece la teología católica ortodoxa.
Esta metafísica, hoy independiente de la ciencia, era una consecuencia lógica de la física de Aristóteles. El planteaba un conjunto de datos notablemente coherente y bien ligado a los datos del sentido común y de la ciencia de su época: establecía, por argumentos no solamente legítimos, sino hasta irrefutables entonces, la inmovilidad de la tierra; consideraba, por razones muy valederas, el peso como una “cualidad” inherente a los cuerpos materiales sólidos y líquidos, en virtud de la cual ellos tendían en línea recta hacia el centro del mundo donde su aglomeración formaba la tierra.
Una doctrina de esta clase, si no disponemos de un material apropiado, se conforma a la observación que nos muestra el peso de un cuerpo terrestre como independiente de todos los otros cuerpos vecinos y más bien intrínsecos a él. Aristóteles admitía que los objetos celestes estaban formados por una sustancia especial, desprovista de peso y ligereza, sustraída a las causas de alteración que modificaban sin cesar las cosas sublunares y apta solamente para el movimiento circular que le era “natural”, es decir que podía serle impreso sin necesidad de “violencia”, sin esfuerzo físico.
Hasta Kepler estuvo en vigor el nuevo mecanismo que se caracterizaba principalmente por conjuntos de movimientos circulares que realizaba cada planeta: el mismo astro giraba por ejemplo, sobre un círculo llamado epiciclo cuyo centro seguía la circunferencia de otro círculo llamado deferente y había otras complicaciones, así Copérnico estaba obligado a combinar 7 círculos para dar cuenta de los desplazamientos de Mercurio, 3 para la Tierra y 5 para cada uno de los otros planetas e introdujo, por tanto, una inmensa simplificación poniendo el Sol al centro del mundo, como Aristarco de Samos lo había hecho dieciocho siglos antes de él.
Es imposible imaginar los lazos materiales que hacían depender de un gran movimiento de conjunto los movimientos de cada rueda planetaria. Se tomó prestado pues al dominio de la vida. Unos hacían actuar a Dios sobre los astros directamente o por intermedio de sus ángeles; otros suponían a los planetas dotados de una especie de instinto, de una fuerza vital que los guiaba a lo largo de su ruta. No había otro partido a tomar, lógicamente. Kepler negaba “que algún movimiento eterno no rectilíneo hubiera sido dado por Dios a un cuerpo privado de espíritu”. La Tierra está animada sin embargo por un movimiento de rotación sobre ella misma, es por ello que él le atribuía un alma ni inteligente, ni sensible, puramente motriz. Consideraba la traslación de los planetas alrededor del sol como producida por una acción magnética; el sol giraba y con él aquello que nosotros llamaríamos su flujo de fuerza el cual arrastraba los planetas; ¿cómo éstos, atraídos al mismo tiempo por el astro central no caían sobre él? Era en virtud “de un poder vital u otro análogo” 4.
Por tanto, mientras Newton no había formulado las leyes de la gravitación universal, la mecánica celeste implicaba, en los astros, la existencia de algo que no era materia y sin embargo actuaba sobre la materia. Este agente, aunque desprovisto de razón impedía a los astros el perderse en un camino que no estaba trazado más que idealmente y cuya complicación geométrica llevaba al fracaso la sagacidad de los predecesores de Kepler. El misticismo se beneficiaba ahí de un apoyo considerable que le prestaba la ciencia. No se tenía ninguna dificultad en creer en el alma y la Providencia cuando la astronomía os mostraba poderes casi espirituales obrando en los cielos.
En física y sobre todo en química, pululan hasta el siglo XIX “fluidos”, “principios”, entidades vagas que a veces se superponían a los cuerpos ponderables y podían, en teoría, subsistir independientemente de ellos pero desaparecían del campo de la observación humana cuando se intentaba aislarlos de su soporte material. Para ser almas no les faltaba más que el pensamiento a esos invisibles e Inasibles. Desde el momento en que la ciencia garantizaba su existencia como real y objetiva, la afirmación espiritualista se imponía a fortiori y se liberaba de toda dificultad de orden experimental. El más célebre entre esos “fluidos” o “principios” fue el flogisto. Todo el siglo XVIII admira su invención como el más hermoso descubrimiento que se pueda imaginar y Stahl, su autor, pasó al rango de genio. De hecho, fue una etapa importante del progreso científico con la primera vasta generalización que apareció en química: la puesta en evidencia de un lazo común entre los fenómenos de combustión y de oxidación. Solo el flogisto era lo inverso del oxígeno: flogisticar era desoxidar y deflogisticar era oxidar. Además, este misterioso elemento a veces aumentaba el peso de los cuerpos fijándose sobre ellos, a veces lo disminuía. En fin, nadie había podido poner la mano sobre el flogisto libre que desaparecía lo más a menudo produciendo una flama. Era una especie de demonio con el cual trataban los químicos.
Se sabe cómo Lavoisier puso fin a su reino. En adelante los “fluidos” y otros “principios” demasiado sutiles no tardaron en abandonar los dominios de la física y la química. Su expulsión completa respondía a aquello que se llamaba separación rigurosa de la materia y la energía. Dicha separación significa que no hay sino materia ponderable y energía, es decir modificaciones de la materia ponderable, y ninguna de las dos es producida por la superposición a la materia ponderable de una sustancia imponderable. El Ether era la excepción: se imponía y molestaba. Pero ahora se está en vías de explicar la masa o la “ponderabilidad” de la materia, por el electromagnetismo, por modificaciones del Ether. En último análisis, la materia ponderable no sería más que Ether. El principio fundamental de la físico-química subsistiría bajo esa forma: “No hay más que Ether y sus modificaciones”.
Hay en fin, frente a la ciencia, una actitud del misticismo que es muy sugestiva. No se trata aquí del misticismo puramente escéptico que consiste en negar a la ciencia el poder de hacernos conocer nada. La alusión se refiere al misticismo que, al contrario “se apoya” sobre la ciencia, aquel de varios metafísicos y sabios que toman los datos científicos para hacer la base misma donde colocan lo “trascendente”, lo “sobrenatural”, el Alma, Dios; su método, es definido por J. Sageret en “El espíritu y el método científicos”, ellos consideraban las lagunas de la ciencia, las regiones donde los diversos órdenes de hechos no están religados entre sí más que por hipótesis, casi siempre. Actualmente, hay una laguna muy importante entre los fenómenos físico-químicos y los fenómenos biológicos. En efecto, hay una y muy importante: si el ser viviente se fabrica a sí mismo con materia no-viviente, se le ve siempre pre-existir a esta materia; jamás se ha podido constatar ni provocar en el seno de la materia no viviente la aparición de la vida. Entonces los sabios místicos y los metafísicos proclaman inexplicable lo inexplicado. Y hacen intervenir algo como un “fluido” o “principio” vital. ¿Qué es este agente? Apenas se hará conocer su carácter “misterioso”, escapa a las leyes generales de la energética y de la mecánica, es inmaterial. Actúa también sobre la materia, puesto que es gracias a él que ella está viva; él produce en lugares del espacio concreto efectos mecánicos y físicos-químicos, puesto que bajo su acción, los seres vivientes se mueven y asimilan.
Uno se encuentra pues como siempre delante de numerosas dificultades, a saber lo “material” y lo “inmaterial”; lo menos que se puede decir es que las teorías de los místicos no se explican más que por otras preocupaciones.
En el fondo y en general, las ideas filosóficas del ilustre y sentido Henri Poincaré definen con claridad lo que es y lo que vale la ciencia. El la libera del absoluto metafísico; por otra parte, muestra cuánto el escepticismo a su respecto está mal fundado. La primera parte de su obra ponía en relieve sobre todo la base convencional sobre la cual reposan las matemáticas, la mecánica, los grandes principios (base necesariamente convencional, en efecto, puesto que todo ello es lenguaje). En esto se han amparado los filósofos místicos apoyándose sobre el hecho de que si el más grande matemático reconoce lo arbitrario de su ciencia, con más razón, todas las otras ciencias, mucho menos rigurosas que aquella, son creaciones puramente humanas, incapaces de corresponder a la Realidad.
La filosofía de Henri Bergson5 a pesar de su “intuicionismo” tan discutido6 permanece sin embargo como una enseñanza bien establecida.
Uno de los caracteres más sorprendentes del bergsonismo es que constituye un edificio de dos pisos: el piso noble, del espíritu y la vida, y el piso de la materia. Es inútil decir que Bergson acapara para la filosofía el piso superior, dejando a la ciencia el cuidado de manipular en los subsuelos aquello que es inerte, muerto y sin belleza. Entre los dos pisos hay sin embargo correspondencias exactas, cada cosa de arriba tiene abajo su simetría; he aquí algunas de estas correspondencias:
Piso Superior Piso Inferior
Espíritu correspondiendo a Materia
Filosofía Ciencia
Intuición Inteligencia
Duración Tiempo
Extensión Espacio
Movilidad Inmovilidad
Irreversibilidad Reversibilidad
Haciéndose Todo hecho
BIBLIOGRAFÍA…DR.SERGE RAYNAUD DE LA FERRIERE…LOS PROPOSITOS PSICOLÓGICOS…