Por Ramón Durón Ruiz (+)

Los nietos del Filósofo de Güémez se organizaron para disfrutar la rica gastronomía regional en torno al campesino de allá mismo, una vez que todos estuvieron reunidos en casa, Simpliana –la nieta mayor– fue por el viejo Filósofo que se bamboleaba plácidamente en su sillón de palma, diciéndole:
–– ¡Abuelito!, ya estamos listos para comer contigo, ¡vente!
Y tomándolo del brazo lo llevó a los tablones que formaban una gran mesa:
–– ¡Siéntate aquí!, ésta es la cabecera.
–– No te preocupes mi’jita, –dijo el Filósofo– ‘onde yo me siento es cabecera.
Los abuelos son cabecera, porque como los niños su vida gira en torno a: la buena fe, a dar con amor incondicional, a servir; son más alma que cuerpo, pasaron de la etapa de competir a la de compartir con placer la sabiduría que les ha dejado el paso de los años.
Dos son mis escuelas de vida permanente: los abuelos, y los niños. Sabios como son los abuelos de Güémez, están al corriente para mantener amorosamente viva la llama de la vida, saben al dedillo que ésta es un profundo misterio, que debemos aprender a valorar, saborear, descorrer, regocijándonos en sus dones, porque en la temporalidad de la misma sólo vamos de paso.
Nuestros abuelos son una auténtica escuela de vida, en la que se compendia su sabiduría personal y la de las generaciones que les antecedieron, ellos saben que el banco de la abundancia, que el universo tiene preparado especialmente para cada uno de nosotros, se abre para aquéllos que vibran en consonancia con el amor, la alegría, la actitud mental y física positiva.
Para ellos, el valor de la vida no está en el tiempo que viven, sino en la intensidad con la que hacen que sucedan las cosas; saben que lo trascendental es vivir con el corazón agradecido, dar, ser tolerante, trabajar, ser humilde, aprender a reconocer los errores, ejercer el don curador de la oración y del perdón; y, sobre todo, nunca dejar de luchar por sus sueños, tener fe y esperanza y regocijarse en los dones curadores que nos provee el buen sentido del humor.
Por eso cada nuevo amanecer mantienen una actitud mental positiva, sorprendiéndose con los cientos de milagros que el universo tiene para ellos; pasaron ya la aventura de sufrir en la vida, después de sobrevivirla, para ahora vivirla con la plenitud del Sol, gozándola a cada paso del camino.
¿Qué, nuestros sabios abuelos no tienen problemas?, ¡claro que los tienen!, pero lo importante es que, independientemente de tenerlos, se disponen, en el gozo eterno del amor, a disfrutar a plenitud de los milagros y los instantes mágicos de la vida, esos que abundan en su alrededor y, sobre todo, dentro de ellos mismos.
En la medida exacta en la que salgas diariamente a abrevar amorosamente en sus consejos, fluirás con el universo sin más límites que los que te imponga tú mismos, harás de tu vida una inagotable fuente de bienestar, sabiendo que para el cosmos no hay límites, sólo abundancia, y en la medida en que la energía vital fluye por esa trinidad que es tú cuerpo, mente y espíritu, ¿cuál será tú destino si no otro que triunfar y ser feliz?
Mis segundos maestros después de los abuelos son los niños, una de las cientos de lecciones que éstos nos dan es que no se toman la vida demasiado en serio y, viviendo alegremente el hoy a plenitud, disfrutan tanto de los logros, de los sueños… como del trayecto.
Los niños tienen la fuente del amor a flor de piel, tienen el don de gozar el hechizo de disfrutar cada instante a plenitud con satisfacción y alegría, son la muestra más apasionada del entusiasmo con el que se debe caminar por la vida.
Los niños se entregan a la vida con una confianza total, sabiendo que hay un Padre que vela por ellos, que amorosamente los protege, cuida, guía e ilumina, que todo lo que les suceda tiene un porqué y que están en la vida por ese porqué, no por casualidad, sino para realizarse como seres humanos… para ser felices.
Lo de la ágil sabiduría de nuestros abuelos y la alegría infalible de los niños, me recuerda a Don Efluvio, vecino del Filósofo, quién el mismo Día del abuelo, cumplía100 años, motivo por el cual la familia completa le canta las mañanitas. El abuelo se ladea, pareciese que caería de la silla, todos gritan: ‘¡El abuelo, cuidado con el abuelo!’, inmediatamente lo sostienen, al cabo de un rato lo mismo: ‘¡Cuidado con el abuelo!’, así en reiteradas ocasiones, hasta que el abuelo dice: –– ¡Carajo! ni en mi cumpleaños me dejan tirarme un pedo en paz.