—¿Hablo con el señor Fulano de Tal y Tal? —dice la voz con acento extranjero e indefinible del otro lado de la línea; el número del que llama es igualmente irreconocible.
Dicen los que dicen que saben de esto que 97 por ciento de las personas contestan en sentido afirmativo cuando alguien les pregunta por su nombre en el teléfono, así que casi siempre dicen que sí, que en efecto está Fulano de Tal y Tal al habla.
Y ahí empieza la retahíla, porque el telefonista ha sido debidamente capacitado en las más delicadas labores de tortura, y empieza por hacer laaaaarga la llamada.
Como si uno tuviera todo el tiempo del mundo y enormes ganas de charlar con un desconocido, la persona del otro lado de la línea empieza por preguntar por el estado de ánimo y de salud del incauto que dijo sí, con un entusiasmo que deja pálido al más entusiasta de los amigos o parientes.
—Hola, ¿qué tal? ¿Está pasando un buen día? —dice la voz impersonal desde el otro lado, como si le importara mucho nuestro estado de ánimo, y no hay más remedio que contestar:
—Pues bien en general, aparte de un problema ontológico moderado, por el hecho de que mi ocupación profesional dejó de ser demandada en el mercado, y eso me ha traído serios problemas económicos que, por ejemplo, no me han permitido pagar a tiempo mis tarjetas de crédito
Intuirá la lectora, entenderá el lector que la llamada es obviamente con el fin de cobrar por algún pago atrasado, y en este caso el que la recibió optó por entrar de lleno al tema.
Pero el telefonista está muy bien instruido, y alguien le dijo que sólo podía tocar el asunto del atraso del pago hasta que hubiera completado satisfactoriamente la etapa de ganarse la confianza del cliente/víctima con cuando menos tres minutos de conversación insulsa, cronómetro en mano. Por eso, hace como si no hubiera escuchado nada y sigue con su preocupación artificial:
—¡Qué bien! Espero que su ocupación profesional le dé realizaciones plenas…
Es el momento en que el acosado termina con su paciencia, interrumpe al impertinente y le dice:
—Mire, sé que me habla para cobrarme, así que dígame lo que tiene que decirme y deje a un lado esas hipocresías de que le importa cómo me siento.
De inmediato, quien está al otro lado salta y dice que de ninguna manera está cobrándole nada. Como los bancos tienen vedado acosar a sus clientes morosos, inventan esas charlas insulsas con la que sus telefonistas les hacen saber sin decirlo que tienen que pagar.
Bueno, el acoso consiste en que esos “amables” y “preocupados” llamados se van haciendo cada vez más numerosos, y personas han llegado a contar hasta 30 telefonemas en un día, que empiezan un minuto después de las 7 de la mañana y terminan un minuto antes de las 10 de la noche.
Son una verdadera tortura de nuestros tiempos, que no ha podido evitar ninguna ley, y que mantiene en vilo a muchos ciudadanos honestos pero víctimas de la situación económica del país y el mundo.
Pero que conste que los bancos no cobran a quien se retrasó… tan buenos que son ellos.
Ah, y una más, cuando finalmente el moroso consigue ponerse a mano, entra una llamada más, ya no para cobrarle, sino ¡para agradecerle el pago!
No hay que ser…
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