Por Ramón Durón Ruíz (†)
En el Primer Congreso Internacional de la Lengua Española que se realizó en la encantadora ciudad colonial de Zacatecas, Gabriel García Márquez (Gabo), expuso:
“–– A mis 12 años, estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un Señor cura que pasaba me salvó con un grito:
–– ¡Cuidado! –el ciclista cayó a tierra.
El señor cura, sin detenerse, me dijo:
–– ¿Ya vio lo qué es el poder de la palabra?
–– Ese día lo supe.”
Este viejo campesino de Güémez, sabe entonces que por la palabra somos, por ella valemos, que la palabra nos identifica y diariamente se prepara para ser digno de ella, para dar a conocer las voces de nuestros localismos y regionalismos llenos de mexicanidad, de gozo, de humor y de un profundo sentido de vida.
El viejo Filósofo canta y cuenta sus palabras con un sentido amorosamente humanista, de respeto a todos, iniciando por nuestras mujeres y siguiendo con la moral de nuestro pueblo, porque sabe que la palabra además de acortar distancias nos une en nuestras coincidencias, porque “el hombre es su palabra”.
En nuestros pueblos todavía el hombre vale por su palabra, no se requiere protocolizarla ante un notario público. Cuando un campesino da su palabra, tras ella va el honor y el prestigio de toda una vida del mismo.
En mí, el misterio de la atracción por la palabra se inició con las lecturas de la revista Matices de Máx Ávila y Juan José Guevara López (qepd), y del libro del Prof. Raúl García García (qepd) sobre un versero formidable como Don Arnulfo Martínez; ahí encontré que el camino de mi vida era la palabra, ahí me atrapó la palabra para siempre, con esa dualidad indisoluble que la conforma: el decir y −las más de la veces− tener humildad para aprender escuchándola.
El manejo de los localismos y regionalismos de mi tierra –con su entonación propia– me dan la conciencia de pertenencia a una región donde nuestras abuelas son escuela de tradición oral y descubren el alma del colectivo social, tienen ellas muchas palabras llenas de sabiduría por enseñar y este viejo campesino demasiado por aprender.
Trabajar en la cultura popular de mi tierra, me ha llevado 30 años y he tomado como base aquella historia que protagonizó el violento y gran escritor mexicano, Salvador Díaz Mirón, a quien en una entrevista periodística le cuestionaron:
–– ¿Qué sistema sigue usted para escribir?
–– Muy sencillo –respondió– empiezo con mayúscula, termino en punto y en medio le pongo genio.”
Por lo que a mí respecta, se me dificulta ponerle genio –porque natura no da– más bien le pongo ingenio, perseverancia, trabajo, entusiasmo, ganas, amor y mucho valor, ingredientes indispensables en mi trabajo escritural.
Lo anterior me recuerda aquel chiste que le adjudico al viejo campesino de Güémez, del argentino aquel que llega a la casa del Filósofo:
“–– Ché, vengo a verte, me han dicho que sos un hombre que sabe lo suficiente de la vida y quiero platicar con vos de física cuántica –dijo en un tono que denotaba una burla escondida y una ironía premeditada.
–– Me parece un tema muy interesante –dijo el Filósofo, al mismo tiempo que le invitaba un café y a tomar asiento− sólo permítame primero hacerle una pregunta. Un caballo, una vaca y una chiva comen lo mismo: pasto. Pero el excremento del caballo parece pelota de pasto seco, mientras que el de la vaca es una plasta y el de la chiva es como pequeñas bolitas, ¿a qué se debe eso?
El argentino, visiblemente sorprendido, luego de pensarlo un momento le dijo:
–– Mirá Ché que la mera verdad no tengo ni la menor idea.
–– ¿Entonces cómo quiere usted que platiquemos de física cuántica, cuando no sabe…NI LO MÁS SIMPLE DE LA VIDA?”
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