¿Son posibles nuevos vínculos entre ética y política? ¿Es factible entender a la sociedad política y más específicamente a quienes han hecho de esta actividad su modo de vida sin hacer juicios de valor sobre las acciones de los hombres públicos? Por sus obras los conocemos, y el juicio popular a la gestión de los hombres de poder emana de la percepción que dejan sobre su apego a normas éticas de conducta, las más elementales, las que espera todo ciudadano de sus representantes.
Ética y política no son simplemente teorías sobre las que infinidad de pensadores y analistas debaten y han debatido desde hace siglos, ni conceptos a los que dedican su estudio. Son, más allá de conceptos, hechos que no requieren demostración. Que están a la vista de todos y no pueden ser ocultados con discursos o estrategias mediáticas. Así como los ciudadanos tomamos cada día opciones éticas o políticas porque no vivimos en soledad sino en comunidad, los hombres públicos en las decisiones que toman y en su estilo personal de gobernar optan, y lo hacen invariablemente entre servir al interés general o servir a su peculio y a las camarillas que los rodean; con la diferencia de la trascendencia y el impacto social que tiene la opción que tome un ciudadano a la que elija el gobernante.
La crisis de la política en nuestras sociedades y la creciente desconfianza de los ciudadanos hacia los políticos sugieren la urgencia de redefinir las relaciones entre ética y política. Desde el marco de las libertades democráticas, la reflexión debe involucrar tanto los niveles más profundos de nuestra vida política, como sus instancias de práctica más cotidianas
El problema se centra hoy en la necesidad de sanear el ejercicio de la política que se desarrolla a la par de un proceso -casi necesario, según algunos- de corrupción. Todo conduce al problema de ver cómo se “etifica” o “moraliza” la política. Parecería que el problema práctico se reduce a la forma de moralizar (según el criterio de la moral común) una actividad que por otros conceptos parece violar sus decretos.
Ética y política están íntimamente vinculadas en Aristóteles. La ética desemboca en la política y se subordina a ella, en la medida en que la voluntad individual ha de subordinarse a las voluntades de toda una comunidad. Pero también, la política permitirá que el Estado eduque a los hombres en la virtud y, sobre todo, en la justicia:
Ética y política se refieren ambos al bien del hombre. Y el bien de la ciudad y el del individuo coinciden porque la felicidad de la comunidad, como un todo, es la suma de la felicidad de cada individuo que integre esa comunidad. El Estado, además, ha de dedicarse a educar a sus ciudadanos en la virtud y a permitir que los ciudadanos sean felices.
Sólo en una polis feliz alcanzarán la felicidad los hombres, decía el filósofo griego.
La respuesta de Aristóteles a la “moralización de la política” apuntaba a que el problema no es que la política deba o no seguir o abandonar la moral común, o bien que valgan excepciones para ella, o que tenga una moral específica. La respuesta era y sigue siendo que la política es moral, que la política es ética en sí misma. No es una actividad que teniendo determinadas exigencias prácticas deba además ser ética, sino que ella misma es una parte de la ética.
En el hombre que ha dedicado su vida a la política la identificación de su actuar con la moralidad tiene un sentido trascendental, porque, siguiendo a Aristóteles, la política es la forma más alta de la moralidad.
Es opinión común que el poder corrompe, que quien lo ejerce termina por abdicar de principios éticos y ver solo para su causa. A esa creencia generalizada opongamos la visión aún vigente de los antiguos sabios de Grecia cuando afirmaban que “el poder mostrará al hombre”. Esto es, que el ejercicio del poder político evidencia como ningún otro las cualidades morales, buenas o malas, del hombre.
Los políticos tienen la responsabilidad de mirar a largo plazo y de hacerlo con referentes éticos, tanto en la congruencia entre sus dichos y sus obras, como en la manera en que conduzcan la administración de los asuntos colectivos.
La administración pública puede relacionarse con la sociedad de dos maneras: como clientes o como ciudadanos. Si lo hacen como clientes solamente les tienen que dar unos buenos servicios, pero si la administración pública trata a los individuos como ciudadanos, entonces les puede pedir una corresponsabilidad. Es ahí donde reside la ética de la administración: si les trata como ciudadanos, les puede pedir un civismo activo, con más participación.
La correspondencia de derechos y deberes hará que incrustemos la ética en el edificio institucional del estado y del país. El ciudadano deja de ser un ente pasivo que cuenta únicamente cuando vota o cuando paga impuestos y pasa a jugar su papel dentro de la misma responsabilidad pública. La política no es solamente dar servicios públicos, sino también se debe exigir correspondencia a los ciudadanos, por eso hay que exigir moralidad en la política.
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