Con todo lo que usted me quiera decir en contrario, México es un país de instituciones sólidas. ¿Y esto es bueno o es malo, se preguntará usted?, es bueno por donde se le quiera ver.
Veamos por qué.
El país hace mucho que dejó de ser uno en el que prevalecía el criterio de un solo hombre. Para decirlo de otra forma, el Presidente de la República, que era la encarnación suprema de uno de los tres Poderes de la República, el Poder Ejecutivo, era tan preponderante que en los hechos eclipsaba a los otros dos dientes de este tridente en el cual se distribuyen los Poderes Públicos del Estado o de la República, como usted quiera.
Era el Ejecutivo y no más, los otros dos, el Legislativo como el Judicial eran una especie de comparsa, testimoniales, bailaban al son que les tocaba su entrecomillas par. Sin embargo, esto fue cambiando a partir de los años noventa, que es cuando surgen las entidades públicas, órganos dotados de autonomía que cumplen con dos funciones principalmente: de carácter técnico y control.
Probablemente su reacción inmediata a este aserto sea preguntar ¿Y? Bueno, que aquella visión de Montesquieu de los tres poderes y del equilibrio que debiera existir entre estos para que no prevaleciera uno por encima del otro, insisto, el Ejecutivo, Legislativo y Judicial, paso a otra etapa, más avanzada y más sofisticada de la gestión pública del aparato del Estado en nuestro país, como una evolución del ejercicio concentrado y monopólico del poder.
Para que nos vayamos entendiendo, antes el que mandaba era el Presidente de la República. Era como la personificación misma de una presidencia imperial, dotada de poderes meta constitucionales. Todo empezaba en él, y todo terminaba en él. Perdonándoseme la expresión, a Dios gracias las cosas ya no son así en este país. El derecho constitucional y las instituciones públicas de la República han dado un paso adelante con la aparición en escena de diversos órganos que técnicamente ya dependen de los tres poderes tradicionales. Los tres poderes siguen funcionando como antes, con mayor independencia uno del otro, pero ahora tienen a su lado una especie como de cuarto poder que se encarga de temas específicos. Estos órganos, al ya no depender ni legal, ni orgánica, ni presupuestalmente de los tres poderes tradicionales, abonan a ser más efectivo el sistema de pesos y contrapesos que idealmente debe existir en la distribución de los poderes públicos. Eso sí, debe existir coordinación entre ellos.
¿A qué voy con todo esto?, a que ya no es posible regresar a atrás, y perdón por si suena esto a un pleonasmo, pero ahora, cada ámbito de poder del Estado tiene perfectamente delimitadas sus competencias y atribuciones: ejecutivas, legislativas y judiciales, unos, y específicas otros sobre temas torales como lo electoral, los derechos humanos, el acceso a la información pública, etcétera, con el común denominador de que gozan de independencia, autonomía presupuestal de los tres primeros, son técnicos y no políticos, y sus órganos de dirección cumplen con un perfil profesional ad hoc.
Este es el México público con el que se van a encontrar los tres virtuales candidatos a la presidencia de la República, para empezar con un Poder Ejecutivo acotado, delimitado en sus funciones y atribuciones. Supongo que dos de ellos entienden muy bien de qué se trata esto, el otro está soñando que se puede revertir todo y él puede seguir siendo el vértice sobre el cual gravita el supremo poder público en México, del que todo depende, el que todo decide, el que da y quita.
Vamos a ver, dijo el ciego.
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