Por Ramón Durón Ruíz (†)

Este 8 de marzo, el mundo entero celebrará el Día Internacional de la mujer, pero la pregunta es muy sencilla, ¿por qué no, un día internacional del hombre?, será porque éste ha escrito la historia -hasta ahora- y ha destinado un sólo día para honrar al ser más preciado que Dios nos ha enviado como hija, madre, esposa, compañera, amante, confidente o amiga.
Una mujer es lo más valioso que la vida de un hombre pueda tener, sea éste rey o mendigo, empresario o abarrotero, político u hombre común, analfabeto o intelectual; ella siempre estará ahí, presta a dar su sabia de vida, dispuesta a servir sin importar nivel económico o político, tiempos o distancias.
Una mujer jamás está lejos cuando se le requiere, siempre llega a tiempo en donde se le necesita, en la inmensidad de los océanos del hombre, una mujer siempre será viento favorable para la vela de la embarcación; aliento de vida en momentos de dolor, oración a tiempo y candela dispuesta a iluminar el camino del hombre en plena adversidad.
Mujeres, siempre serán divinas en su calidad de abuela o madre, hija o hermana, amiga o compañera, jefa de estado o jefa de familia, trabajadora o madre soltera, escribiendo o cocinando, concibiendo o educando, arando o dirigiendo la empresa, curando o tejiendo, formando hijos o haciendo patria.
Perpetuamente son la más grande bendición en la vida de los hombres, saliendo avante de cualquier prueba; con su rostro firme y su mirada recta, orgullosas de su género, con su postura erguida al margen de dolores y fracasos, de discriminaciones o reconocimientos, de adversidades y violencias; siempre dispuestas al sacrificio y a la ayuda, a servir y dar, a vivir en el amor y sobrevivir en la opresión, permanentemente listas a ser fieles a la causa de la fe y a parir a fuerza de tesón y sacrificio la bondad de la esperanza.
“Dios hizo a la mujer de la costilla del hombre”, no para que la tuviéramos en los pies, mucho menos atrás, sino para que estuviese a nuestro lado, muy cerca del corazón para amarla, respetarla, venerarla y hacer de ella un santuario al amor y la confianza.
Mujeres poderosas y eternas en la tradición o en el presente, en la luz o la oscuridad, en silencio o con la voz en alto, con las manos atadas por negligencias religiosas o abiertas por el amor a la vida, llenas de dolores o plenas en bendiciones, cargando pesares o trayendo bienaventuranza, con miedos ancestrales o nuevas esperanzas, mancilladas por la tradición u honradas por la modernidad, en la discriminación o el reconocimiento.
Mujeres de todas las razas, de todos los tiempos, de todos los continentes, de todos los credos; a veces olvidadas por el hombre, otras ignoradas por la historia, pero siempre dispuestas al servicio y al sacrificio, a enseñar el alfabeto emocional del amor, ese que el hombre mama en casa para después construir la historia.
A todas las mujeres del mundo, desde las que venero por su cercanía, hasta las que desconozco por la distancia, a todas, dedico estas palabras, van llenas de amor y bendiciones porque han marcado mi tiempo, porque como el buen alfarero han moldeado mi vida, porque con sus ideas y su ejemplo me han seducido por el camino del servicio, porque cumpliendo la tarea de su vida de ser la columna vertebral de la sociedad, han recorrido los caminos de la historia para ser orgullosamente mujeres.
A ustedes, mujeres, sanadoras por naturaleza, venerables por derecho propio, doy mi palabra y mi respeto, mi oración y mi bienaventuranza, mi esperanza y mi mensaje. Concluyo mi comentario parafraseando a Santa Teresa de Ávila: Mujer:
“Nada te turbe, nada te espante;
Todo se pasa, Dios no se muda,
La paciencia todo lo alcanza.
Quien a Dios tiene nada le falta,
Sólo Dios Basta”
Benditas sean las mujeres del mundo.

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