Por Ramón Durón Ruíz (†)
Ese invento del hombre llamado Internet, surgido en los EE.UU. en la década de los 60s con el nombre de ARPANET, con carácter eminentemente militar y masificado con el nombre de Internet en los 90s, ha servido para revolucionar impresionantemente las comunicaciones y que millones de usuarios podamos accesar rápidamente −entre otras cosas− a la vía del intercambio de información.
En este contexto, diariamente me llegan correos con la más variada información, como el siguiente, que por su contenido −me parece extraordinario− y lo pongo a su consideración:
“Cierto día que el Papa Juan Pablo II celebraba audiencias en una de las salas del Vaticano, recibió al gran Rabino del Estado de Israel, Meir Lau, una de las más altas autoridades religiosas del judaísmo. El encuentro se llevó a cabo en el más cálido ambiente de fraternidad que dio margen al siguiente relato anecdótico.
El líder religioso judío refiere al Santo Padre un hecho acaecido hace muchas décadas en un pueblo del norte de Europa. Le cuenta que, una vez concluida la Segunda Guerra Mundial, una mujer católica se dirigió al párroco del pueblo para hacerle una consulta.
Su esposo y ella tenían el gusto de mantener bajo su custodia, desde el inicio de la guerra, a un pequeño niño judío que le habían encomendado sus padres, poco antes de ser enviados a un campo de concentración.
Los padres del menor, desaparecidos en el infausto y aciago infierno de la aniquilación y extermino judío por parte de los nazis, habían previsto para él un futuro en la tierras de Israel, soñaban con ello.
La mujer, que se encontraba ante un conflicto espiritual profundo, solicitaba del joven sacerdote católico un consejo. Deseaba hacer realidad los sueños de los padres del niño y, al mismo tiempo, amorosamente anhelaba quedarse con él y bautizarlo.
El joven párroco una vez que hubo escuchado el tema, le dio una comprensiva respuesta:
— Tu deber es sólo uno: ¡Respeta la voluntad de los padres!
El niño judío fue enviado al entonces naciente Estado de Israel, donde se educó y creció.
La anécdota resultó demasiada interesante para Juan Pablo II, pero pasó a ser realmente conmovedora cuando el gran Rabino añadió:
— Usted, eminencia, era ese joven párroco católico… y el niño huérfano… ¡¡ERA YO!!”
Con el paso de los años y las enseñanzas de las abuelas y los “viejos” de los pueblos, he llegado a comprender que en la vida no hay casualidades… hay causalidades; es decir que cada uno de nosotros somos la causa y el efecto de la felicidad, el amor, el bienestar, la armonía, la abundancia de bienes o el dolor y el fracaso que nos acontece.
La universalidad de la ley de la causalidad rebasa las fronteras de la entelequia y nos lleva a saber que somos causa de aquello en lo que pensamos o creemos, bajo la premisa de que “Si lo puedes creer… lo puedes crear”.
Lo trascendente es darnos cuenta de que cada decisión que tomemos, traerá consecuencias positivas o negativas sobre nosotros, así, busquemos que las acciones nos conduzcan por el camino de la autorrealización y el servicio y cuando exista duda, en un acto de encogimiento espiritual, pidamos consejo a nuestro cuerpo o corazón sobre la mejor decisión a tomar.
La ley de la causalidad −no tiene nada de extraordinario− nos dice que la acción, los pensamientos y la energía que generemos, regresarán a nosotros en igual intensidad con la que sean enviados, porque somos causa y efecto de nuestra vida, o como dijese el poeta Amado Nervo:
“…Que yo fui el arquitecto de mi propio destino,
que si extraje la hiel o la miel de las cosas,
fue porque en ellas puse hiel o mieles sabrosas,
cuando sembré rosales… coseché siempre rosas”
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