“Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros. Tomad y bebed todos, porque este es el cáliz con mi sangre que será derramada por vosotros y por todos para el perdón de los pecados. Haced esto en conmemoración mía”, esta letanía se ha repetido por los siglos de los siglos hasta nuestros días por millones de seres humanos a lo largo de dos milenios y, sin embargo, Jesucristo, el hijo de Dios, sigue siendo un gran misterio, al menos para mí.
Y no es que ponga en duda desde la deidad la existencia de Jesús. Mi religiosidad me viene por línea materna. Ya en otras ocasiones he comentado que la casa familiar se debatía entre dos mundos: por un lado, el de la fe a toda prueba de mi madre, que profesaba una devoción inquebrantable por el sagrado corazón de Jesús y la Divina Providencia y, por el otro, la irreligiosidad de mi padre. Se concebía como un laico seguidor de Juárez, aunque en la realidad profesaba un culto muy íntimo por lo sagrado, respetuoso, concebido a su manera, en donde y en el momento que él quisiera acercarse a Dios.
Crecí con la fe de mi madre. La madre en general es como la multiplicación de la bondad de Dios en todos las familias (un proverbio judío dice: “Dios no podía estar en todas partes, por eso creó a las madres”). La madre es imprescindible en la vida de toda la especie animal, pero más en el género humano, es como la brújula que guía nuestro camino, sin ella corremos el riesgo de extraviarnos. Esto explica, además, por qué todos preguntamos a nuestras madres dónde están las cosas que hemos perdido. Son mágicas, Lao Tse definía esa simbiosis muy bien: “El padre y el hijo son dos. La madre y el hijo son uno”.
Pero volviendo a Jesús, como hombre que soy formado a la luz de la evidencia científica y de la abstracción del pensamiento, a veces me asaltan dudas de su existencia, y perdón pero no quiero sonar blasfemo, pero realmente, y subrayo notablemente, hay poca evidencia científica de su existencia. Están los lugares santos: el monte de los olivos, Getsemaní, el Santo Sepulcro, la Vía Dolorosa y, por supuesto, Poncio Pilatos existió, y tenemos las Sagradas Escrituras y los mismos evangelios, pero hace 2 mil, años buena parte el mundo antiguo ya tenía una larga historia tras de sí. Ya tenía poco más de 700 años de regirse por el derecho romano y las evidencias de la filosofía griega de Aristóteles, Sócrates y Platón, están tan vivas que aún hoy se siguen estudiando en las universidades, y qué decir de los faraones egipcios cuya existencia se remonta a más de tres mil años antes de la era cristiana.
Dicen que primero hay que dudar de las dudas de uno mismo antes de dudar de la fe. Sin duda que Jesús no fue un invento ni producto de la imaginación de una o más mentes que se confabularon para crear la doctrina y la fe religiosa más influyente en el mundo en los últimos 2 mil años. Ha sido tal su impronta, que nos rige un calendario de un antes y un después de Cristo, y en su nombre han sido creadas asombrosas catedrales, basílicas, recintos, estilos arquitectónicos y obras pictóricas únicas, entre otras manifestaciones artísticas, pero también, imposible negarlo, en el nombre de su iglesia se han cometido muchas atrocidades.
Escribir de estas cosas en un Viernes Santo pudiera parecer desatinado, pero como dice la ciencia, el universo es tan grande, maravilloso y lleno de misterios que solo pudo ser obra de un ser superior.
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