Tengo muy presente aquel año de 1970, cuando mi padre y el que esto escribe –a punto de cumplir 10 años- nos enfilamos aquella tarde capitalina del 11 de junio hacia el Coloso de Santa Úrsula para presenciar el tercer partido de la primera fase de grupos, entre el combinado mexicano y el de Bélgica. Mi cuñado Marco Aurelio Martínez Virgen –en la familia hay 6 Marco’s y 4 Aurelio’s-, esposo de mi hermana Rosa María, que en aquel entonces vivían en el Distrito Federal, le había conseguido a mi jefe un par de boletos, como ya lo dije, para el tercer partido de la primera fase de la selección, que venía de empatar a cero goles en el partido inaugural contra la URSS y después de golear en el segundo juego a un débil equipo de El Salvador. El marcador fue 4 a 1. Recuerdo que la camiseta de los soviéticos traía el acrónimo en ruso de CCCP, que quiere decir Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, pero en México ingeniosamente lo traducimos como “Cuidado compañeros con Pelé”.
La ciudad de México, la recuerdo muy bien, era un hervidero de gente, cosa que es normal dirá usted en una urbe como la capital. Lo que es cierto, pero esa vez había un ambiente como festivo, se respiraba en el aire la alegría de la gente. Una Copa del Mundo no era cualquier cosa, apenas habían pasado dos años de que habíamos organizado los XIX Juegos Olímpicos y como que no acabábamos de reponernos de la represión estudiantil del 2 octubre del 68. Había mucha vigilancia en las calles, policías, granaderos e inclusive el Ejército patrullaban importantes zonas de la capital. Total, aquel día como pudimos llegamos al majestuoso Estadio Azteca, que estaba hasta el tope de aficionados, la gran mayoría como debía ser de mexicanos. Entrar al imponente estadio y ver reunidas a más de 110 mil almas es algo que pone la piel de gallina. Entre paréntesis diré que nunca había visto tanta gente junta. Toda la ciudad de Córdoba en aquellos años es probable que no llegara a los 100 mil habitantes. Nos situamos en los lugares numerados, había mucho orden. Recuerdo que nos tocó detrás de una de las porterías, y se dio el pitazo de salida.
Nuestra selección saltó a la cancha de juego ataviada con una playera color guinda, pantaloncillo negro y medias negras. Ahí estaban, entre otros, el cuate Nacho Calderón defendiendo el arco nacional, Gustavo el “Halcón” Peña, Mario “Pichojos” Pérez, Javier “Kalimán” Guzmán, Héctor Pulido y Javier el “Chalo” Fragoso. Era lo que había en ese entonces, si demeritar a ninguno, pero eran jugadores muy locales, muy domésticos, digamos. De los belgas no recuerdo ninguno. Junto a nosotros, compartiendo fila, estaban algunos amigos de mi cuñado, uno muy entrañable, compañero de trabajo en el laboratorio en donde laboraba, de nombre Plinio, que era un tipo muy correcto, bien educado, discreto, flemático por decirlo de alguna manera. En contraste, mi padre era un tipo de pocas pulgas, provinciano, veracruzano, mal hablado, acostumbrado a echar madres, ajos y centellas a la menor provocación.
El partido, recuerdo, fue de ir y venir, no había un dominador claro. México y su rival desplegaban el clásico juego de estilo ratonero, medroso, defendiendo más que atacando, cuidando que no te clavaran el primero. Esa era la estrategia de juego dispuesta por el entrenador nacional, el “güero” Cárdenas. Buen director técnico, pero con poco roce internacional. Mi papá se empezó a desesperar ante lo cansino del juego, y entonces empezó su concierto de improperios, gritos y pullas hacia el “equipo de todos”. Los “son unos pen…jos” y “estos no juegan a nada” fueron parte de su rosario florido proferidas aquella tarde, combinadas con “son unas vascas”, que es una expresión, debo reconocerlo, muy desagradable, pero que revelaba el estado de ánimo de total frustración e impotencia de mi padre ante la inoperancia del cuadro azteca. Yo lo miraba un tanto estupefacto y divertido, jamás lo había visto tan fuera de sus casillas. Mientras, Plinio, el amigo de mi cuñado, trataba de calmarlo, con la pena ajena reflejada en el rostro enrojecido ante la actitud desaforada de mi jefe. Ni modo, así eran los viejos de antes, y cuando digo viejos me refiero a los papás, era otra la formación y era otro tipo de curtido, sobre todo para un tipo como mi padre que nació cuando apenas había transcurrido la primera década del siglo XX. Las cosas entre hombres no se solían arreglar con palabras.
Los ánimos de mi padre se calmaron un poco cuando le marcaron un penal a favor de México, en la primera parte del juego, corrían como los primeros quince minutos. Lo cobró el “Halcón” Peña. Recuerdo que siendo un defensa duro, recio, de pierna fuerte, en contra no se podía decir que fuera un dechado de técnica individual, diría más bien que el recordado defensa central era un tanto torpe en el manejo del balón, pero un jugador cumplidor, muy bueno para nuestro fútbol local, como lo describía el maestro Freire en Excélsior, un fútbol un tanto ratonero. Total que Gustavo Peña cobró el penal encarrerándose desde fuera del área grande, perfilándose con la derecha, afortunadamente lo clavó y bastó para que México se llevara el triunfo, cosa que sin embargo a mi papá no dejó satisfecho. Al final, Plinio, el querido amigo de mi cuñado, trataba de inyectarle ánimos: “¡Don Aurelio, jugamos mal pero ganamos!” y mi papá, con el sabor amargo reflejado en el rostro le contestaba: “¡Son unos pen…jos, así no van a lograr nada!”, y la boca se le hizo chicharrón porque en el siguiente partido de cuartos de final la poderosa Italia nos clavó cuatro, y caminando.
Así era mi padre, un tipo de pocas pulgas, dotado de una inteligencia natural excepcional, bueno para la palabra hablada, elocuente, chispeante y de muy buen humor, todo el tiempo vacilando con la gente que no era muy afecta al baño diario. “La cáscara guarda el palo” les decía a los refractarios al aseo matutino del cuerpo. De su amplio repertorio de dichos y refranes recuerdo uno en especial, que además lo pintaba de cuerpo entero: “el pájaro canta aunque la rama cruja”. Mi papá fue un ludópata de toda la vida, ágil de mente como pocos, le encantaba el dominó, pero sobre todo el póker clásico. Lo jugaba casi profesionalmente, era un ojo de tigre, desechaba una mano de números bajos y dispares, y cualquier momento en el día era una ocasión propicia para echarse una partidita. Con don Carlos Rullán lo recuerdo jugando a las 10 de la mañana, ellos dos solos, con baraja española. Ese fue su mayor vicio, también el cigarro, a través del cual descargaba su desesperación y nerviosismo. Afortunadamente lo dejó a tiempo, cosa que le permitió vivir hasta los 90 años, bueno, le faltaban unos pocos meses para cumplirlos.
Finalmente diré que mucho de mi acervo personal de conocimientos, en buena medida se lo debó a él que fue un gran lector. En mi casa familiar nunca faltaron los periódicos diarios, el Dictamen entre ellos, un tiempo el Novedades de Rómulo O’Farril Jr., y por supuesto también El Mundo de Córdoba. No tengo muy claro la escolaridad de mi papá, pero fue un hombre que se hizo a sí mismo, encurtido por los rigores de la vida misma. Junto a mi madre formó un matrimonio que perduró con sus “ires y venires” más allá de las seis décadas y media. Un abrazo hasta donde esté ese viejo excepcional.
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