Yo he sido futbolero de toda la vida. De chamaco me movía por las calles cercanas a mi céntrica casa familiar en Córdoba con una pelota bajo el brazo buscando algún garaje o patio en donde echar una cascarita con los amigos. No se necesitaba más que un balón para jugar futbolín. Pero la afición iba más allá. En aquellos felices años no había electrónica, todavía no se inventaba. Las televisiones eran de transistores, bulbos y la pantalla era como un gran foco oscuro y a lo más que se llegaba en algunas misceláneas era a tener una mesa de veintes para futbolín. Ese era nuestro entretenimiento, la edad de la inocencia.
Y así crecí, debatiéndome entre el fútbol y el béisbol. Hace muchos años el rey de los deporte era el preferido en mi tierra. Se jugaba mucho a nivel llanero, en todas las localidades y congregaciones había un diamante beisbolero. La afición se acrecentó por la pelota cuando a finales de los años setenta el béisbol profesional regresó a Córdoba, se construyó un estadio con toda la barba, con alumbrado para juegos nocturnos, con gradas techadas, todo un espectáculo, había que vivirlo, había que sentirlo. Pero la afición por el balompié jamás decayó, había una superficie de terreno abandonada, en realidad era un gran patio de vecindad abandonado en una zona residencial del pueblo, de puro barro y algunas zonas de arbustos, ahí nos reuníamos algunos chamacos para jugar, coloquialmente le llamábamos el “campito de los Regules”, porque era propiedad de esa familia cafetalera muy conocida en el terruño.
Total que ahí desplegué mis primeras descolgadas, recortes, dribles y tiros a gol en unas porterías improvisadas, apenas dibujadas. Tardes enteras me la pasé jugando con los amigos, todos chamacos de 10, 11 y 12 años, en la frontera entre la instrucción primaria y la secundaria. Ya jugábamos con una de gajos de piel, semi profesional, la llevábamos en su clásica red, y en el equipo no podía faltar la válvula para inflarla en cualquier negocio que rentaba bicicletas, abundaban en aquel entonces. La cosa es que crecí y me fui a la universidad a la ciudad de México, para esto yo ya me había hecho aficionado de hueso colorado de la máquina cementera. Muchas satisfacciones nos brindaron a sus aficionados los equipos comandados por Raúl el Güero Cárdenas.
Ya en México me volví en un asiduo al estadio Azteca, sobre todo cuando había un clásico joven entre los azules y los cremas del América. Recuerdo en especial un partido de un día domingo, ha de ver sido en 1979, el clásico joven a todo lo que daba, y que nos enfilamos a puro valor mexicano unos amigos del barrio, dos queridos sobrinos que son como mis hermanos: Marco y Pepe, preparatorianos en aquel entonces, y que nos apersonamos en el Coloso imponente, pero ya no había boletos en taquilla, el estadio estaba a reventar. En eso, cuando ya nos estábamos resignando a regresar con la cola entre las patas por no haber podido ver el partido, que nos acercamos a la entrada al estacionamiento de la zona de palcos, por donde solo entraban los meros meros, los ‘ricardos’, que entraban con todo y carro hasta la puerta del palco. Y que le decimos al portero que por qué no nos dejaba entrar por esa zona para que viéramos el partido, del cual habrían transcurrido los primeros diez minutos. “No jóvenes, por aquí no se puede, por aquí nada más entran los jefes”. Qué decepción, gacho el tipo, aunque en realidad lo único que hacía era cumplir con su deber. La cosa es que no insistimos y cuando ya nos disponíamos a retirarnos del lugar, el hombre ese como que se compadeció de los 6 o 7 muchachos que componíamos aquella flota en esa ocasión y entonces que se hace el milagro: “está bien, pásenle, a ver si encuentran algún palco abierto” y para pronto que nos enfilamos a los palcos y lo primero que nos dejó estupefactos fue la colección de autos importados que estaban ahí estacionados. Estamos hablando de las épocas en que en México no había de manera regular automóviles importados circulando por las calles. El puro lujo. La cosa es que la zona de palcos del Azteca son como tres pisos que rodean por toda la parte media al estadio, pero son cerrados, tienen una puerta de acceso y desde afuera no se puede ver el campo de juego, o sea, ya adentro era como si estuviéramos afuera.
Pues a correr por todos los pisos para ver si providencialmente encontrábamos un palco abierto al que nos pudiéramos meter, y el milagro se hizo, había un palco abierto. No recuerdo exactamente cuántas plateas tenía, han de ver sido como 12 asientos, cómodos, de jefes de jefes, con una televisión empotrada en una de las paredes, para seguir el juego también por televisión. Ese juego terminó empatado aun tanto, comenzó ganando el América, pero empató en la parte complementaria José Luis el “Chaplín” Ceballos en un tiro directo desde fuera del área grande. Una gran experiencia ver materialmente como jeques aquel mediodía a la máquina que traía un plantel impresionante: el “Gato” Marín en la portería, Miguel Ángel el “Confesor” Cornero y Nacho Flores en la central, Jara Saguier y el “Wendy” Mendizábal en el medio campo y adelante Rodolfo Montoya y Horacio López Salgado.
Gran experiencia.
Hay que ir con pies de plomo.- México en este Mundial se está traicionando a sí mismo y a los planteamientos estratégicos de Juan Carlos Osorio. Ha repetido alineación en los últimos dos partidos y aunque ha jugado bien, tampoco se le ve un funcionamiento deslumbrante. La meta es ganar el siguiente partido y así ir avanzando. No estamos para nada importante hasta ahorita, hay grandes selecciones, poderosas, efectivas del medio campo para arriba: Inglaterra, Bélgica, Brasil, Francia, España y Portugal los veo muy poderosos. Falta mucho Mundial, y México está jugando a pesar de Juan Carlos Osorio, esperamos les alcance para cosas importantes.
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