Eran las ocho de la noche, si no mal recuerdo. El caballo con jinete al lomo había emprendido el regreso a casa. Salían pues los dos, caballo y jinete, del rancho El Zanate de don Daniel Barrales. Clarito sintió el caballo cuando su amo, don Joaquín, lo montó y agarró la rienda. Chasqueó la lengua don Joaquín para dar la orden de partida a su caballo. Y se repitió la escena de dos veces a la semana: don Joaquín, el amo, regresaba de ese rancho a su casa. Ya caminando, don Joaquín aflojó la rienda para que su caballo hiciera lo que sabía, recorrer el mismo camino de siempre. Don Joaquín prendió un puro y “curó” con el cerillo la boquilla del enrollado. Llegó el olor inconfundible del puro al olfato del caballo. El animal sacudió la cabeza como aceptando que don Joaquín fumara como siempre lo hacía sobre su lomo, total don Joaquín era su patrón y amo. Ya en el camino abierto el caballo tomó su ritmo de andadura para que el amo no se lastimara las vísceras con el movimiento de la silla. Bien recuerda el caballo cuando pasó por la casa de tío Nico a un lado del camino. Bajó la intensidad de su andar el caballo porque casi siempre su amo pasaba a saludar. Pero esta vez el amo no paró la marcha, aun cuando se veía la luz del candil en la casa de tabla de tío Nico. Le pareció extraño al caballo, pero siguió su marcha. El cantar de los grillos, la intensa luz de las luciérnagas, el croar de los sapos, seguían su rutina diaria ininterrumpidamente. Poco después jinete y caballo llegaron al arroyo de agua fresca que bajaba entre las grandes piedras. Ahí siempre don Joaquín aflojaba más la rienda para que el caballo agachara la cabeza y tomara agua y mitigara el cansancio del camino. El caballo agachó la cabeza y tomó el agua, pero el jinete no se movió. Le pareció extraño al caballo que su amo no jalara la rienda para proseguir el camino. El caballo, conocedor de todos los senderos y cada piedra del camino, prosiguió su tarea. Terminó el caballo de caminar sobre el terreno plano y empezó a subir entre piedras flojas para ascender hacia la montaña. En el primer movimiento del lomo del caballo, el amo se inclinó sobre el pescuezo del animal. Al caballo le pareció muy raro, el amo nunca hacía eso, era como si estuviera dormido. El caballo procuró no mover mucho el lomo para que su amo no despertara. En la penumbra un jinete se cruzó con el amo y lo saludó sin menguar el paso. Pero el amo no contestó, quizás seguía dormido. El caballo se acordó que cuando pasaron por donde estaban las grandes piedras, antes de llegar al arroyo, se oyó como el tronido de un cuete de esos que echan en las fiestas patronales de Santa Bárbara. Pero si el amo no le dio importancia, menos su caballo. A las once de la noche llegaron a casa del amo. Era muy extraño que el amo siguiera dormido. La familia del amo salió a recibirlo. Ya estaban preocupados por la tardanza. Uno de sus hijos tuvo que bajar al amo del caballo. El hijo pensó que el amo, inusualmente vendría borracho. Cuando desmontaron al amo, su esposa gritó: ¡Dios mío, Joaquín viene muerto, tiene mucha sangre en la cabeza! El caballo al oír esto se espantó y no quitaba la mirada de su amo. El amo traía un tiro en la nuca. Y se vino el velorio, y se vino el dolor. Después se vino la venganza y dos familias terminaron con sus odios en la tierra del panteón. Cuando el caballo ya no vio a nadie en su casa, brincó la cerca y con lágrimas en los ojos se perdió en los inmensos terrenos de la pradera. Dos años después el caballo volvió a ver desde una loma la casa del patrón. El techo del corredor de la casa estaba desvencijado. La casa se caía a pedazos. El caballo nunca volvió al lugar, comprendió que había perdido a su familia. Y un día en el ventarrón de octubre la casa se vino abajo estrepitosamente levantando una polvazón que se perdió en la cuenta de la eternidad de los tiempos.