Por Ramón Durón Ruíz (†)
Hay una historia de Julio Vallejo, que HOY parafraseo para ti: “Una mujer llegó al tendajo del pueblo vestida modestamente, su pálido rostro reflejaba hambre, sus ojos clamaban ayuda, sus flácidos pies habían consumido lo poco que quedaba de sus sandalias.
–– ¡Señor! –imploró humildemente y con tenue voz–, ¿me podría fiar mandado?, mis hijos y yo tenemos dos días que no probamos alimento, no he podido lavar y planchar ajeno porque está enfermo el más pequeño y lo he estado cuidando; el doctor me regaló la consulta y la medicina, pero no traigo por el momento el dinero para comprar comida.
–– ¡Tú nunca me vas a pagar! eres muy pobre –sentenció con soberbia el propietario del tendajo–, ¡salte! y no me hagas perder el tiempo.
–– ¡Por favor, mi señor! le aseguro que se lo pagaré tan pronto se mejore mi niñito.
Cerca del mostrador se encontraba un hombre, quien, escuchando la súplica se acercó diciendo al dueño del tendajo que él pagaría lo que la mujer llevara de comida.
–– Aquí tienes un pedazo de papel –dijo altaneramente–, escribe una lista de lo que necesitas.
–– Sí, mi señor –respondió la humilde mujer, al mismo tiempo que escribía unas líneas en el papel de estraza que le había entregado perversamente el propietario del negocio.
–– Muy bien, pondré tu lista en la balanza y lo que pese, te regalaré de comida –dijo en tono burlón el hombre tras el mostrador, al mismo tiempo que hacía bolita el trozo de papel.
Los ojos del dueño se agigantaron cuando la balanza se fue hasta lo más bajo, quedándose ahí mientras la humilde señora colocaba comestibles básicos del otro lado de la balanza (un kilo de arroz, un kilo de frijol, un litro de leche, una bolsa de galletas de animalitos, una bolsa de pasta), mientras tanto la balanza, para sorpresa del perverso propietario, continuaba sin moverse.
–– ¡Ya, ya, ya! sentenció el tendero, al mismo tiempo que abría una bolsa de plástico para colocar los artículos, toma tu mandado y vete, vete, vete –dijo moviendo las manos despectivamente.
La humilde señora tomó los víveres en su diestra al mismo tiempo que decía: “gracias” desde lo más íntimo de su ser en señal de agradecimiento.
Una vez que la señora había salido del negocio, el hombre, intrigado por el fenómeno que le había sucedido, tomó el pedazo de papel, y al tiempo que lo desarrugaba lo leía con gran asombro, no tenía una lista de compra, era una oración que decía: “Padre Dios, tú eres mi padre de vida, tú conoces mis necesidades, las dejo en tus manos, mis hijos tienen hambre, no me dejes sola”
La moraleja de esta historia es formidable, es una lección irrefutable de vida: “Sólo DIOS sabe cuál es el peso del poder de la oración”.
Cuando entras en oración te abres al más maravilloso encuentro con DIOS porque toda la magia del universo se concentra en ti y se dirige a la creación. Inicias un sorprendente proceso de renovación que vacía tu espíritu de resentimientos, de pensamientos obsesivos; la oración, es una higiene mental que abre a tu mente y al renovar tu energía te predispone a pensamientos positivos y por ende a la recepción de todas las bendiciones que Dios tiene para ti.
Lo de la oración me recuerda “aquella ocasión en que Abraham entra en oración con Dios quien le solicita que como prueba de su fidelidad sacrifique en su nombre a su hijo Isaac, carne de su carne.
Están entonces padre e hijo ya en la escena del sacrificio, cuando el padre escucha otra vez la voz de Dios:
–– ¡Detente!, has demostrado suficiente fidelidad, ya no será necesario que mates a tu hijo.
Ya a salvo, Isaac corre despavorido lejos de su padre, a lo que Abraham le grita:
–– ¡Espera, hijo mío! ya Dios me ha ordenado que no te sacrifique, ¿por qué huyes?
Y el hijo responde:
–– ¡Sí, cómo no!, menos mal que soy ventrílocuo, si no… ¡¡¡ME PARTES LA MADRE!!!”
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