Lo que ocurrió el pasado 1 de julio no fue una elección convencional. Los criterios técnicos y políticos que se utilizan para tratar de entender un proceso electoral, llamemos común, no aplican para hacerse una idea más o menos clara de lo que realmente pasó.
El 53% de los casi 60 millones que votaron, 63% del padrón electoral que es de 89 millones, eligieron por una idea abstracta y poderosa; la esperanza de que el país pueda cambiar a fondo en todos los campos de la vida pública. Votaron por una revolución. Lo hicieron con la confianza y la ilusión de que eso es posible.
Andrés Manuel López Obrador, quien gana a la tercera vez que se presenta por la Presidencia, a lo largo de 18 años de campaña, los últimos 12 dedicados de tiempo completo a esa tarea, construyó un personaje y un mensaje, los dos son lo mismo, que es lo que los electores eligieron el domingo pasado.
Él primero construyó el personaje que representaba el bien y luchaba contra el mal. El sistema, todo, estaba en su contra. Esa construcción inicia mucho antes de la campaña por la Presidencia. Comienza cuando pierde la gubernatura de Tabasco. En reacción toma pozos petroleros y viene en marcha a la capital del país, para enseñar documentos que muestran la posibilidad del fraude.
Continúa cuando gana el gobierno de la Ciudad de México, entonces Distrito Federal, y como candidato a la Presidencia de la República en el 2006 y el 2012. En las dos ocasiones, acusa que le hicieron fraude. A cada fracaso el personaje sigue creciendo. Se hace más clara la idea del hombre bueno que lucha contra los malos. Su personaje se vuelve el símbolo del cambio.
Una vez que el personaje estaba construido y tenía vida propia se articuló el mensaje. El eje de la narrativa fue la esperanza de que todo podía ser mejor. Que los males se podían resolver y que todos los que lo siguieran podían estar mejor. El mensaje caló. Era lo que quería oír la mayoría de una ciudadanía harta de la corrupción y la impunidad. Harta de su situación.
El personaje y el mensaje son el mismo. Así construyó la idea de que elegirlo era optar por la esperanza. Uno era la condición del otro. En la sólida construcción del personaje-mensaje, todavía dio un paso más. Votar por él era elegir la cuarta etapa de la transformación del país, era votar por una revolución pacífica de la dimensión de la independencia, la reforma y la revolución. Éstas sí sangrientas.
El domingo pasado la mayoría de los electores votó por una revolución de la esperanza. Las expectativas son enormes. No hacen relación a lo que pueda ofrecer un gobierno sino una revolución. Los retos de López Obrador son también enormes. Él despertó esa ilusión y ahora la tiene que cumplir. Su legitimidad es muy grande y va a tener un espacio muy amplio de tiempo antes de tener que presentar resultados contundentes.
Twitter: @RubenAguilar