Los resultados electorales traen una sería posibilidad de transformación radical del sistema político mexicano; la correlación de fuerzas que se vislumbra ya es absolutamente desigual; los 31 millones de votos, 53 por ciento del total, que recibió AMLO se traducen en su control del Congreso federal, varias gubernaturas, Congresos locales, Ayuntamientos y los poderes de la Ciudad de México. Las oposiciones quedan debilitadas y, sin refundación, pueden vivir una severa y prolongada etapa de canibalismo, confusión y marginalidad. En ese escenario el Presidente electo se constituye en un mandatario descomunalmente poderoso; solo su sensatez y convicciones pueden evitar que se retorne a la Presidencia imperial y al despotismo. No es su culpa, más bien es su mérito. Trabajó mucho tiempo para aparecer como un símbolo de salvación, a quien una gran parte de la población le dio apoyo incondicional.
El mal Gobierno de Peña Nieto, hundido en escándalos de corrupción y frivolidad, ineficaz e incompetente, aportó muchas razones para que la gente buscara salidas que parecieran distintas; hay algo de desesperación y apuesta por lo radicalmente diferente en la masiva votación que se canalizó hacia AMLO principalmente. El recuerdo de los dos sexenios del PAN también empujaba a la gente a otras rutas; basta pensar en la más que hueca frivolidad de FOX y en la explosión de violencia con Calderón; además de que derrocharon en forma miserable el excedente de los ingresos petroleros. Todo eso, más la continuación de la violencia, el casi nulo crecimiento económico y la falta de figuras presidenciables crearon el escenario ideal para AMLO, quien, además, sumó a grupos diversos y hasta contradictorios.
Nuestros problemas principales son de carácter estructural, de solución real a largo plazo, llevarán algo de tiempo componerse. No basta el buen uso del presupuesto público aunque por algo se empieza. Hay que anotar como lo que puede ser una gran coincidencia nacional las medidas de austeridad anunciada por el próximo Gobierno, pueden ser una sacudida que promueva a mediano plazo otro tipo de política y de políticos en México. Es un sueño generalizado que en el servicio público estén los mejores y que no haya privilegios para ellos. Es una herencia absurda y costosa la que cargamos en la política mexicana; tenemos una clase política ociosa, ignorante, cara e improductiva. Hay consenso en que la actividad política no se mezcle con los negocios, que no separe al político del común de la gente. Que quienes se dediquen a la política ganen lo mismo que un profesionista, que no tengan ningún privilegio. Se trata de hacer de la política una actividad respetable, positiva y ejemplar. En eso debemos estar de acuerdo y predicar con el ejemplo.
El espectacular resultado electoral reciente es de un tipo de elecciones que concentran muchos factores históricos, de esas que no se repetirán en décadas. Desde luego tiene explicaciones y virtudes. Entre sus defectos está el voto parejo, en línea e indistinto. Al votar por el principal, en este caso AMLO, sufragan por diputados que no conocen y hasta por Gobernadores de los que sabían muy poco. Los electos son beneficiarios de una tendencia pero pueden llegar a creer que se lo merecen por sí solos, que es su mérito. Observo, comparativamente, que hace dos años, en la primera alternancia, había ríos de gente, plaza llena, y un entusiasmo que se volvió fiesta; ahora no, vi un acto pequeño, frío y sin planteamientos adecuados. Eso tiene que ver con la poca identidad ciudadana con los electos gobernantes y representantes locales. El común de electores iba por la presidencial. Un efecto natural e inteligente del nuevo Gobierno debe ser su apertura, la inclusión y la integración de equipos capaces.
Recadito: el diálogo supone bilateralidad, renuncia mutua a la fuerza, respeto, transparencia y resultados.
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