Esta columna las escribo en honor a un querido cuñado que está atravesando por un difícil trance de salud. Esposado por más de medio siglo con la segunda de mis hermanas mayores (Rosa María), mi cuñado ha sido un hombre de trabajo y comerciante de toda la vida, y lo único que ha hecho es trabajar. Pertenece por la rama materna a una familia de mucha tradición en la Cuenca del Papaloapan, los Virgen, con profundas raíces que se ramifican y pierden entre los estados de Veracruz y Oaxaca.
Por generaciones, los diferentes troncos parentales de su apellido materno han estado ligados al campo, principalmente a actividades ganaderas, agrícolas y al comercio en pequeño. Con frecuencia he escuchado decir a mi cuñado cuando se menciona a alguien con el que comparte blasón: “Si es Virgen, de seguro es mi pariente”. La historia de la familia de mi cuñado en Córdoba probablemente data de finales del siglo XIX. Establecieron allí su base nuclear, pero manteniendo ranchos en la región de Isla, en donde engordaban ganado y surtían leche a una planta que LICONSA tenía o tiene en aquella zona.
Esta actividad la desarrollaron por cuando menos dos generaciones hasta que el gobierno federal les expropió sus terrenos para reubicar en ellos –y entre muchos otros de pequeños propietarios-, los núcleos agrarios que fueron desplazados con la construcción de la presa “Cerro de Oro”, allá a mediados de los años ochenta.
Todo este preludio que en honor de mi cuñado he contado, es para retrotraer tiempos pretéritos y para compartir con los amables lectores los recuerdos de lo que fueron aquellos años de una infancia que mi memoria se niega a olvidar, de la experiencia de cosas oníricas y también bucólicas que fueron las temporadas vacacionales en la casa familiar cordobesa de la familia Virgen, a donde solían llegar cuando regresaban a vacacionar al terruño mi cuñado y hermana con sus cuatro hijos, en donde los dos mayores más que sobrinos son como mis hermanos menores.
La casa en cuestión es una casona típica de nuestra provincia, de influencia colonial española de las que se pueden encontrar también en Coatepec o Xico. Está ubicada entre el barrio de San Sebastián y lo que en Córdoba se conoce como “el barrio de la estación”, que era la zona aristocrática de la ciudad en otros tiempos, llena de casonas y mansiones de corte porfiriano. Esa casa, en donde olía al matriarcado de la abuela de mi cuñado, Agustina García viuda de Virgen, era la típica de amplios corredores que hacen escuadra, jardín al centro, ventanales coloniales en el frente de la calle y un amplio portón de madera para acceso de personas y autos que daban al corredor, con un enrejado previo de hierro forjado de notable estructura barroca. Casa señorial de grandes dimensiones, con azotea de mampostería, estancia amplia y cuatro o cinco alcobas, un estudio biblioteca, una cocina de generosas dimensiones y lo mismo diría del comedor, ambos espacios con un sabor a antiguo que se percibía en el ambiente.
La casa contaba con un traspatio y solar que son la zona en la que quiero centrar mi relato. Y es que, efectivamente, traspasar la puerta que dividía el casco de la vieja casa con esa zona aledaña a la que llamo traspatio, representaba para mí y mi imaginario en aquellos pretéritos años como traspasar la barrera del tiempo, era como cerrar los ojos y al volver a abrirlos pasar de la era del color a la del blanco y negro, era como la experiencia de viajar en el tiempo y volver al pasado, pasar de los años 70 y regresar a los primeros del siglo XX. Para empezar había contraste en el piso, el de la casa era de terrazo de cemento coloreado como se usaba antes, en armonía con la construcción de la casa, y el de atrás por el contrario, estaba construido burdamente, de cemento rugoso con algunos toques de mazarín y tabiques de barro rojo.
Había una techumbre con estructura de madera y teja en donde tenían los Virgen colgadijos casi de cualquier cosa, desde racimos de plátanos machos, morados y roatán madurándose; pencas de cocos y guanábanas esperando a ser consumidas, ganchos que sostenían quinqués y lámparas de petróleo, bombas de flit de hoja de lata para DDT, un asador de leña, machetes, tenazas, azadones, picos, tridentes y guadañas, entre otras herramientas viejas y polvosas. No podían faltar la leña apilada, costales de carbón vegetal, alguna carretilla para material, un “diablo” y hasta una que otra vieja silla de montar, medidas de “litro” para la leche, peroles, colombres para pulque, cazuelas panzonas para mole, espuelas, bridas para caballos, reatas, fuetes, fierros de marcar ganado, arneses, yuntas y arados de madera y hierro, mantas de caporal, jícaras, guajes secos para el agua y catres de costal de yute, madera, costalera, tejas antiguas apiladas, ladrillos, piedra y arena para algún remiendo que se ofreciera. Era como una galería de lo inimaginable que pudiera existir en una casa de la ciudad.
En el solar tenían árboles de naranja y limón, de chicozapote, de zapote negro, de mamey, de guanábana, de nanche, de jícaros, de estropajos, de pomarrosas, matas de café, plantas comestibles y palmas camedoras de tepejilotes. Era otro mundo la casa de los abuelos de mi cuñado Marco Aurelio, una mezcla de lo nuevo y antiguo, de la “moderno” con herramientas tradicionales ancestrales. Guardo muy gratos recuerdos de esas estancias en donde subí, bajé, corrí, jugué al lado de otros infantes de esa entrañable y querida familia.
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@marcogonzalezga