El filósofo francés Blaise Pascal (1623-1662) dijo alguna vez que “nunca se hace el mal tan plena y alegremente como cuando se hace por un falso principio de conciencia”. Algo está mal en una sociedad cuando los políticos se rigen sólo a partir de su conciencia.

Es un peligro para la sociedad cuando éstos con base en su conciencia, que se convierte en norma no personal sino social, justifican todo lo que hacen. En esa lógica lo que realizan siempre está bien porque actúan como su conciencia les dice.

Una vez que se asumen como la buena conciencia de la sociedad, a veces también justificada por su religiosidad, se otorgan el derecho de ser los únicos que saben lo que la sociedad necesita y también cada uno de sus integrantes.

Ahora este tipo de políticos tiende a prosperar no sólo en México, sino en el mundo. Gran parte de su éxito reside en transmitir a los electores que ellos son hombres de conciencia y garantizan que siempre van a actuar conforme a ella.

Su conciencia les dicta lo que es bueno hacer y por eso mismo están seguros de que los demás, sus votantes, así lo deben de asumir. No tienen duda y su certeza se confirma con el apoyo de los suyos.

En la visión de estos políticos lo que les dice su conciencia nunca requiere ser confrontada con lo que plantean otras conciencias. De antemano se les descalifica. Lo que digan o propongan no tiene ningún valor. La suya es la única que cuenta.

Es evidente que todo político, que toda persona, tiene que tener conciencia y actuar conforme a ella. De eso no hay duda, pero las decisiones y la acción del gobernante no se puede fundar sólo en su buena conciencia.

Éstas se cimientan y operan en el marco de la Constitución, las leyes y los reglamentos públicos que son expresión del pacto social y no de la conciencia moral de un individuo.

La conciencia es la guía del actuar estrictamente personal, pero el actuar público se sujeta a las leyes que si se rompen son objeto de la sanción pública.

Invocar la conciencia personal, para justificar cualquier decisión pública es un acto autoritario. Es un acto también irresponsable y soberbio, que trae consecuencias nefastas para la sociedad.

Los ejemplos que ofrece la historia de sociedades gobernadas sólo por la conciencia de los políticos en el poder muestran resultados trágicos y todavía más cuando se añaden principios de corte religioso.

El principio de conciencia al que hace referencia Pascal debe sólo quedar en el horizonte de las decisiones estrictamente personales y nunca tener lugar en el espacio de las decisiones públicas.

Está muy bien que un político en razón de su conciencia decida no corromperse, pero la garantía de que eso suceda son reglas y mecanismos que lo impidan y si se violentan debe hacerse valer el peso de la ley y aplicar el castigo correspondiente.

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Rubén Aguilar

El Economista