Decía Juan José Arreola (21 de septiembre de 1918, Zapotlán, el Grande, Jalisco): “El arte de escribir consiste en violentar las palabras, ponerlas en predicamento para que expresen más de lo que expresan”, y ¡vaya que Arreola sabía sacar partido a la elocuencia verbal, escrita y de palabra!
Era un juguetón de la facundia, experto dicharachero, sabía hilar e hilvanar palabras con sentido, juguetonamente, de un ir y venir del verbo, del sujeto y del predicado, retruécanos (figura retórica de construcción que consiste en la contraposición de dos frases formadas por las mismas palabras con el orden invertido en una de ellas, con el fin de que presenten un significado contradictorio o antitético, si Wikipedia no se equivoca) labioso sin fin, ¡ah cómo he disfrutado a Arreola!, el de la escritura breve pero deslumbrante, el de la televisión de mis mocedades, también deslumbrante, brillante, elocuente, sagaz, atrevido, poco conciso, admirablemente imprudente, simpático, figurín, excéntrico, histriónico, teatrero, e irreprimible de la palabra, un artista de la escritura con el que me deleite de veras.
Se acaban de cumplir los 100 años de su nacimiento y parece que fue ayer cuando lo veía narrar con una pulcritud asombrosa aquellos memorables partidos de Tenis de la serie de Copa Davis entre el equipo mexicano comandado por nuestro capitán Raúl Ramírez y el equipo norteamericano capitaneado por un inconmensurable número uno del mundo, Jimmy Connors, partidos desarrollados en el deportivo Chapultepec (luego fueron en el Club Alemán), que eran como nuestra reedición de Wimbledon de petatiux, en donde los tenistas mexicanos se agigantaban al grito de ¡México, México, México!
Caray, y el inmenso escritor narrando Tenis con una elegancia lingüística que no tenía parangón, al lado de Vicente Zarazúa y de Pancho González, que también gritaban ahogados por la emoción irreprimible ¡México, México, México!, cada vez que el bajacaliforniano se sublimaba y sacaba fuerzas de quién sabe dónde para imponerse a los gigantes venidos del norte. Y mientras tanto el maestro recreaba como nadie con inusitada elegancia literaria –casi poética- para la televisión los enormes reveses, los passing shot, los top spin y las “dejaditas” que se sucedían de ambos lados, en esas luchas que al más puro estilo grecorromano se daban sobre la grama verde chapultepequeana que retumbaba al fragor de los enloquecidos aficionados.
Yo conocí, supe de Arreola por la televisión antes que leerlo. Cómo olvidar los duelos de ajedrez con su paisano Antonio Alatorre, en donde hablaban como dos Sócrates modernos casi de todo, de literatura, de poesía, de teatro, de fútbol, de béisbol, de… Duelistas que alucinaban entre sí, ninguno era capaz de opacar al otro porque los dos eran brillantes, inteligentes y espontáneos estudiados, eran maestros del contrario y viceversa.
Le agradezco a Juan José su capacidad para comprimir su literatura, fue un maestro en eso de abreviar, ‘Confabulario’ es un compendio de cómo se pueden contar historias sin abusar del rollo. ‘Rinoceronte’, su cuento de una cuartilla lo he recomendado a quien se deja porque es una historia memorable. Cuando he dado clases lo dejo como un ejercicio de lectura rápida de comprensión. Esta columna no puede ser la excepción, término dejando la liga para que, en un abrir y cerrar de ojos, los lectores hagan una buena lectura y compartan con deleite las vicisitudes del juez Joshua McBride, no les va a tomar más de 2 minutos: https://ciudadseva.com/texto/el-rinoceronte/
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