Antes de entrar en materia, haré una breve reflexión sobre las oficinas de gobierno que tienen bajo su responsabilidad desarrollar labores de inteligencia civil con el fin de “preservar la permanencia e integridad del Estado”.
Este propósito, que se podría considerar algo así como el fin principal y una de las razones de todo Estado moderno, en la teoría se escucha muy bonito pero en la realidad ese propósito las más de las veces no es correspondiente con lo que en la realidad sucede.
Estas oficinas a las que todos los gobiernos han pretendido equiparar consciente o inconscientemente con agencias gubernamentales prototípicas a nivel mundial como la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y el Comité para la Seguridad del Estado (KGB), en nuestro país no han pasado de ser más que una mera justificación de un trabajo basado en la simulación.
Las más de las veces, quienes han estado al frente de estas oficinas, no han hecho más que alimentar y fomentar los miedos, paranoias, obsesiones personales, complejos de persecución y teorías conspiratorias de superiores jerárquicos, incluso a veces de el o de los de más arriba en la pirámide de mando del gobierno. Sé de lo que hablo, un tiempo breve trabajé en una de esas oficinas lo que fue suficiente como para percatarme de lo que en el fondo hay en esas oficinas: mitos, leyendas y policías chinas.
Díaz Ordaz fue un hombre en extremo conservador, de extrema derecha. Un político escaso de luces personales, que fue presa de sus miedos y temores, inseguro y desconfiado hasta de su sombra misma. Para decirlo de otra manera, fue el caldo de cultivo ideal en el que se fomentaron y alimentaron de manera perversa esas teorías conspiratorias que mencioné en líneas atrás.
Murió convencido de que en el 68 cumplió con su deber de Estado, “de haber salvado al país de la amenaza del comunismo internacional” que, según él y su cabeza, “buscaba extender sus redes de dominación mundial en México”, desgraciadamente con los trágicos resultados que todos conocemos.
ooo0ooo
Pero ya entrando en materia, el pasado 12 se cumplieron 50 años de los Juegos Olímpicos de México, la también conocida como la XIX Olimpiada, y ¿qué podría decir yo de ese extraordinario evento que nos dejó profundamente marcados y que no me llene de orgullo y de emoción? ¡Caray!, ha pasado media centuria y todavía tengo muy presente en mi mente muchos de los más emblemáticos pasajes de aquella hermosa justa deportiva de la que nuestro país fue anfitrión.
Estaba muy chavo, acababa de cumplir los 8 años, en casa había nada más un televisor, un Philco, blanco y negro, con esa arcaica tecnología que las generaciones actuales no creerían que existió. Muchas cosas sucedieron por primera vez en aquella recordada competición: México fue el primer país no desarrollado en organizar unos Juegos Olímpicos; fue la primera Olimpiada desarrollada sobre los 2,300 metros sobre el nivel del mar, lo que adelantaba los peores augurios para los deportistas; fue también además de deportiva, la de México fue como una revolución cultural que descubrió a los ojos del mundo muchas de las riquezas y tradiciones culturales e históricas del país, desde la original iconografía que se diseñó para identificar la Olimpiada, los colores, que mezclaban magistralmente el folklor nacional con la modernidad, y cómo olvidar los rosa mexicano, el morado de las flores de “moco de pavo”, el amarillo cempasúchil o el Palacio de los Deportes, el estadio olímpico ‘México 68”, la alberca olímpica, la Villa Olímpica… Todo eso, créanlo, sigue produciendo en el que esto escribe una enorme fascinación y orgullo henchido.
Fueron los juegos de los récords de Bob Beamon, Jim Hines, Tommie Smith y Lee Evans, del atletismo africano de fondo, de la Vera Caslavska y su rivalidad con las gimnastas soviéticas, fue el momento de Tommie Smith y John Carlos con esa imagen –como si la estuviera viendo- con el puño en alto, guantes negros y cabeza en señal de sumisión durante la escucha del himno de Estados Unidos, fue la hora del Black Power que todavía hoy sigue retumbando y dando la batalla en las relucientes y dominantes estrellas afroamericanas del deporte mundial del calibre de LeBron James, Stephen Curry, Colin Kaepernick y Eric Reid. Fueron los Juegos Olímpicos del llanto contagiante e inconsolable de felicidad “Tibio”, de Maritere Ramírez, del señor sargento Pedraza, de Alvarito Gaxiola, de Enriqueta Basilio, el recuerdo inmarcesible de la raza de bronce tomando el fuego sagrado del olimpo griego para encender el pebetero azteca.
Fue la irrupción material y económicamente pobre, pero grande de espíritu y de fortalezas ancestrales que fue capaz de organizar unos Juegos Olímpicos como de gente grande. Todo el mundo dudaba de México, ¿cómo, México, pero si es un país pobre, cómo los va a realizar? Eran tiempos de una enorme incertidumbre mundial: Vietnam, mayo francés, primavera de Praga, los soviéticos invadiendo Checoslovaquia, los asesinatos de Martin Luther King y Robert Kennedy, insurrección guerrillera en Latinoamérica y en México la guerrilla de Lucio Cabañas, y para acabarla de chingar la represión estudiantil, ¡10 días antes del comienzo de los Juegos! Los pronósticos apuntaban hacia el apocalipsis.
Pero nuestro país se sublimó, se sacaron adelante los juegos y se cumplió con la palabra empeñada, se demostró que los pobres también podían.
gama_300@nullhotmail.com