Perdónenme por tratar estos temas de manera recurrente en este espacio, pero pertenezco a una generación que nació viendo a través del cristal de la monocromía, sufríamos de daltonismo y, de repente nos encontramos ante la posibilidad de distinguir un mosaico de 1,500 colores.
Todo esto en un lapso de tan solo 50 años.
Haciendo conciencia de tal cosa, por razones que no viene al caso comentar, hace unos días me vi en la necesidad de realizar un viaje relámpago al estado de Querétaro, a Tequisquiapan, que es una pequeña población enclavada en la región de San Juan del Río. Para salir de la gran ciudad de México con destino al norte del país, quienes han transitado por esa zona de la capital saben muy bien que el anillo periférico es la ruta vial que hay que tomar para emprender la huida de la capital.
Esta vía de comunicación primaria de la zona metropolitana, que hoy casi en su totalidad cuenta con una autopista elevada de paga –segundo piso- por la parte norte que prácticamente desemboca hasta la primera caseta de cobro de peaje, sin duda le dio un toque de modernidad a esta supercarretera interior que fue concebida urbanísticamente en los años cuarenta, pero que se empezó a construir en los cincuenta y los diferentes tramos que la conforman fueron gradualmente inaugurados a partir de los años sesenta.
Para no alargar mucho el relato, ahora que transité por esa parte de la zona metropolitana de la capital colindante con el estado de México, rememoraba, entre los muchos borrosos recuerdos que tengo de mi infancia, la primera vez que me (nos) llevaron a conocer la que en ese entonces era una moderna vía urbana que conectaba de sur a norte a la ciudad de los palacios, a manera de un gran circuito interior. Fue en unas vacaciones, probablemente de verano, he de ver tenido 6 o 7 años, mi hermana Rosa María y su esposo, mi cuñado que es también mi tocayo, nos llevaron probablemente a mi madre y al que relata a conocer la que era en aquellos años la más importante obra urbana del país.
A pesar de los años transcurridos, todavía lo tengo muy presente. La familia de mi hermana tenía su domicilio en la colonia Narvarte, en la esquina que conforman las calles de Tajín y Concepción Béistegui. Fue un domingo, día de descanso laboral, y el tour implicaba conocer el periférico desde luego, pero también las policromas Torres de Satélite construidas con mucho sentido artístico por Mathias Goeritz y Luis Barragán a finales de los años cincuenta, más el desarrollo habitacional del futuro para las clases medias y altas de ese entonces, Ciudad Satélite, construida por el ex presidente Miguel Alemán Valdés en el municipio de Naucalpan de Juárez, estado de México y también la primera plaza comercial que se construyó en el país, Plaza Satélite, un centro comercial flamante, esplendoroso y reluciente.
La sensación que me dejó aun para mi corta edad aquel memorable periplo de un solo día, era que los mexicanos habíamos alcanzado el futuro con ese tipo de obras, la era supersónica la teníamos a tiro de pichichi.
La cosa es que agarramos camino con destino al norte de la capital, en el modesto pero eficiente Volkswagen de la familia de mi hermana, un modelo 66 o 67 típico de las calles de aquellos años felices. El que esto escribe, junto con uno de mis sobrinos nos ubicamos en el espacio que tenían todos los escarabajos entre el respaldo del asiento trasero y el motor, y así nos fuimos felices a conocer el futuro casi intergaláctico de México. Para qué les cuento, aquello todavía era una zona poco poblada, las manchas urbanas apenas se empezaban a diseminar. Las torres del binomio Goeritz-Barragán en verdad deslumbraban, Plaza Satélite ni se diga, era un “mall” tipo americano con toda la barba y Ciudad Satélite se me figuraba lo más parecido a como imaginaba la ciudad de Houston que aún no conocía, pensaba para mis adentros, nada más le falta el Astrodome y el Centro Espacial Johnson.
Pero cuando verdaderamente me di cuenta de la magnitud del periférico fue en la noche cuando agarramos camino de regreso a la Narvarte. Era como transitar en una gran autopista de tres carriles de ida y vuelta, apantallantemente pavimentados, con una especie de barda divisoria con enrejado alto de malla ciclón y un alumbrado blanco de vapor de mercurio como de alumbrado de parque de béisbol. Esa simple imagen para un chamaco como yo en aquellos años era como si se rozara el cielo. ¡Qué bárbaro, qué sensaciones, para un provinciano como el escribiente era como la dimensión desconocida!
Y ahora que regresé después de algunos años de no ir por aquellos lares, qué sensación tan diferente. El periférico es una vía que ha perdido brillo, sempiternamente congestionada y la autopista a Querétaro es una carretera atestada de vehículos de todo tipo que van y vienen ininterrumpidamente, peligrosa, estresante, que no permite el menor titubeo al volante. Toda esa zona es como un hormiguero de edificios, casas, comercios, automóviles y gente que produce una sensación de pánico escénico.
No sé hasta dónde van a llegar las cosas, pero el gigantismo que padece esa zona del centro de la República es difícil describir. Espero regresar en unos años más para ser testigo de cómo los drones y los autos voladores van a dominar los cielos de Satélite, la ciudad del futuro que se quedó en los años sesenta.
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@marcogonzalezga