En el año 2012, un perrito maltés callejero, vivía adoptado por la gente de Plaza Valle de Orizaba. Hice un relato de esa vida efímera. Hoy lo rememoro, en este final de 2018.
EL PERRITO DE LA PLAZA (LA JERGA)
Hace un tiempo, en este mismo espacio relaté parte de su vida. Era la vida de un pequeño perrito maltés, cruza de maltés y criollo, que quizá algún día fue de casa y dejó de serlo. Una mañana, manos anónimas lo abandonaron en la construcción de lo que era Plaza Valle. Allí lo arroparon los albañiles. Allí, entre el cemento y los tabiques, entre el ruido de las palas y las cubetas fue arrimándose para encontrar un techo que lo protegiera del tiempo inclemente, de esas lluvias de chipi-chipi que por Orizaba son constantes. Había que ponerle un nombre y a un policía, que cuidaba el área, se le ocurrió que le llamaría ‘La Jerga’, nombre quizá adecuado. Porque una jerga no es solo una variedad del lenguaje que utilizan para comunicarse entre sí las personas que pertenecen a un mismo oficio o grupo social, sino que suele ser un trapo con el cual se limpia todo, desde el piso hasta los desechos en la cocina o sala. Los albañiles le daban de comer del lunch que les llegaba. Era listo, inquieto, era callejero por derecho propio y era una metáfora de la aventura, por citar a Alberto Cortés. Dormía entre los autos en el día y por las noches se refugiaba donde hubiera techo. Aunque fue de todos nunca tuvo dueño, era nuestro perro y era la ternura, prosiguiendo con la canción. Algunos intentaban atraparlo para llevarlo a casa. Recogerlo y adoptarlo. No se dejó, era libre como el viento, libre como una gaviota cuando sobrevuela los barcos que llegan a puerto. Al terminar la Plaza, los policías lo adoptaron. Los albañiles habían partido. Tenía nueva casa. Nuevos amigos. Platiqué esa historia en aquel tiempo. La gente fue generosa con él. Todos le echaban la mano. Los de Mc Donald’s, la comida sobrante; los de la tienda de maskotas, le bañaban y cortaban el pelo, los polis, de su comida. Quien esto escribe le compró su cama especial y ya no dormía en el suelo. Era feliz con ser amado. Movía la colita, como suelen moverla todos los perros cuando agradecen y se comportan como el mejor amigo del hombre. Le vi a pocos días de partir a un viaje. Le compré alimento y los policías lo agradecieron. Les recomendé cuidarlo. Me vio quizá por última vez. Ahora, al regresar de ese viaje me enteré que fue atropellado y muerto. Una mujer despistada lo arrolló en su auto dentro de la plaza. Ignoro cuánto tiempo vivió. Supe que los policías lo sepultaron en un terreno aledaño y le fijaron una cruz, como fiel compañero de la seguridad. Allí les verá a diario. Se le echará de menos en una ciudad que no deja de moverse. Se le echará de menos porque representaba, por una parte, la libertad de un animalito que se movía cómo quería, y por la otra, el lado de lo bueno que tenemos los seres humanos cuando les cuidamos, cuando nos volvemos generosos con esos indefensos perritos. Sé que le echarán de menos los policías que lo querían como si les perteneciera, aunque él nunca fue de nadie. La jerga, le llamaron. Ahora ya no estará más moviéndose entre el tráfico, ya no le veremos más esquivando autos y dándole alegría a esa plaza que entristece. Cuando escribí este texto, algunos orizabeños fueron a conocerle en vida. Ya no estará más en ese espacio de esa esquina donde transcurrían sus días y noches. Echado. Con su cara entre las patas para protegerse del frío. Viendo pasar a la gente. Le extrañaremos. Como se extrañan las cosas bellas. Al golpe del auto, se quedó dormido para siempre y ya no despertó. Como aquel perro callejero, con su filosofía de la libertad.
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